Los árboles se han vestido de amarillo de un día para otro. Sus hojas caen lentamente. Un suave viento las deposita con mimo en el suelo. Marian lleva horas sentada en el mirador de su casa viéndolas caer. Cuando ya no queda un centímetro de césped —o de lo que queda de él— a la vista, se da cuenta de que el otoño ha irrumpido en su vida. Cada año es más otoño. Cada año está más cerca el invierno. Cada año le agarra más fuerte la nostalgia. El invierno llegará y ya no habrá vuelta atrás. El frío se quedará para siempre. De pronto se acuerda de una canción de Joaquín Sabina: “El verano acabó, el otoño duró lo que tarda en llegar el invierno”. Y eso es exactamente lo que le ha ocurrido a ella, que se le ha terminado el verano y, según todos los augurios, el otoño se irá en un suspiro.
Cansada de ver caer las hojas y las horas muertas, Marian cierra los ojos y retrocede un par de meses atrás. Ahí están. Todas. Las personas que quiere. Las imprescindibles. Una cálida noche de verano, la mesa en el mismo centro del jardín. Una cena exquisita bañada con vino y luces de colores. Todavía puede oír sus risas. Aún se acuerda de los chascarrillos y las anécdotas chispeantes. Pero, sobre todo, permanece fresca en la memoria su mirada cómplice. Llenita de amor. Es verano, hace calor. Es feliz. No hay sombras. No hay dudas. O ella no las ve. O las ha olvidado. O es que no hay motivo para dudar. O ella lo ignora. Y tiembla.
Vuelve a abrir los ojos. Las hojas han dejado de caer. Ya no sopla el viento. El jardín se ha cubierto con una manta amarilla. La belleza del otoño, sin embargo, no logra borrar la tristeza que se le ha enganchado en el alma. La sombra de la duda se cierne lentamente con la intención de aplastarla contra el suelo. La nostalgia de un tiempo cálido y feliz está haciendo estragos en su ánimo. Pero Marian no se deja vencer fácilmente. Aguantará las embestidas nostálgicas del otoño y los gélidos vientos invernales y volverá a reír en primavera. A reír de verdad. Con todo el cuerpo, sin sombras de duda. Haya o no motivo para dudar. Para dudar de su amor.
Se levanta, le da la espalda al otoño y sale a disfrutar de la vida. Ha de aprovechar el tiempo que queda hasta que se instale el invierno y la paralice. “Agárrate fuerte a mí, María”, cantaba Enrique Urquijo con desesperación. Y eso es lo que Marian va a hacer: agarrarse fuerte a la vida y tratar de recuperar esa mirada del cálido verano, que se apagó al comienzo del otoño.
Pero, de pronto, recuerda aquel “Buenas noches, mi vida”, reflejado en la pantalla de un móvil —que alguien escribió para él y Marian leyó sin querer— y regresan las dudas.
A pesar de todo, Marian se viste de otoño y decide confiar en la vida, en la sangre que todavía corre desbocada por sus venas y en el amor que se agazapa a la vuelta de la esquina.
Y sonríe.