Blog

  • Inicio
1667121594439

El pasado 18 de febrero tuvimos celebramos el Día de las Escritoras 2022, en una colaboración entre el Patronato Municipal de Educación y Bibliotecas y la Asociación Clásicas y Modernas.

La Asociación Aragonesa de Escritores hizo una selección de escritoras y escritores que leímos textos seleccionados por la escritora Carmen Domingo, por encargo de la Biblioteca Nacional.

En mi caso tuve la oportunidad de leer un texto de la traductora, periodista y diplomática Isabel Oyarzábal (1878 – 1974), de su libro En mi hambre mando yo (1959) , y que transcribo aquí abajo:

La guerra se había perdido, ya no había modo de ignorarlo y menos que nadie  él, él que llevaba cosido entre los forros de la chamarra un documento que le  habían entregado en la zona enemiga y que era contestación al mensaje que  días antes había llevado a una persona que estaba ayudando a la República tras  las filas de combatientes. La elección de mensajero para tal menester había  recaído en Ramón; y orgulloso de la confianza depositada en su persona, había  salido para el campo rebelde acompañado de dos oficiales jóvenes de probada lealtad. Arrastrándose por el enlodado terreno durante dos noches consecutivas,  habían llegado al lugar en donde debía de celebrarse una entrevista con quien  les daría la contestación a las preguntas que llevaban ellos. 

La segunda noche y ya a punto de arribar a su destino, se desató junto a  ellos un intenso tiroteo. Ramón hundió la cabeza en el fango y lo mismo hizo uno  de sus acompañantes. El otro, menos dueño de sí, empezó a incorporarse con  intenciones de huir, y varios proyectiles perforaron su cuerpo haciéndole rodar  por el suelo. 

Durante unos instantes Ramón y el otro oficial permanecieron inmóviles,  luego, en vista de que la agresión no se repetía,se incorporaron levemente.  – ¿Lo habrán matado? Preguntó Ramón entre dientes-.  

– Me temo que sí – y luego con rabia concentrada murmuró-: Canallas… Esperaron un rato aún y al fin se atrevieron a acercarse al muchacho. Este  había caído con la cara contra el suelo. Cuando le incorporaron se dieron cuenta  de que la muerte había sido instantánea. A pesar de la oscuridad reinante, se  veía con claridad, el rostro del muerto, de una lechosa blancura. Era muy joven. Convenía retirar el cadáver de ahí, que no quedara rastro de aquella  muerte prematura de la que no conocerían los detalles sus allegados. Su nombre  solo figuraría, con el tiempo, en las tétricas listas de todas las guerras, las de los  “desaparecidos”. ¿Quién iba a dar cuenta del ser que antes de emprender  aquella “acción” oscura se había desprendido, como los otros, de cuántos  indicios de su personalidad podían pasar a manos del enemigo, caso de caer en el poder de éstos? En unos matorrales próximos quedó depositado el cuerpo  juvenil que se había sacrificado en vano. 

Llegados algunas horas después a su destino, Ramón y su acompañante entregaron al que habían ido a ver, el pliego secreto que llevaban. Aquel hombre  vestido de campesino, ya con bastantes años encima, leyó atentamente el  escrito; y luego, con gran deliberación y ante la estupefacción de los otros dos lo  arrugó furiosamente entre sus dedos, se inclinó hasta casi tocar el suelo con el  rostro y encendiendo un fósforo, cuya llama procuró ocultar con las manos, le  prendió fuego. 

Ramón no despegó al principio los labios al cabo de un rato miró  interrogador al hombre y le dijo indeciso: 

– ¿Y ahora? 

– Ahora nada -contestó el otro con gesto de amarga contrariedad-. Nada…  insistió -y tendiéndole un pliego de papel doblado le dijo-: Ahí va la contestación  de lo que me han traído y volviéndoles la espalda se alejó lentamente de ellos. 

– ¿Nada?… Ramón no esperó más, haciendo una señal a su acompañante  emprendió el regreso. 

Unos días después llegó a Madrid y entregó en la Jefatura Militar el Pliego  recibido. (…) La guerra tocaba a su fin. Dentro de algunos días, unas semanas  a lo sumo, a él no le quedaría más alternativa que huir o caer en manos de sus  enemigos y ser muerto. Podía ocultarse quizás, pero ¿con qué objeto? ¿Para  vivir como un animal perseguido? Huir significaba sumarse a las legiones de  refugiados que vagaban por el mundo: hombres sin patria y sin nombres; o  acabar, quizás, en un campo de concentración.

 

Deja una respuesta