Con cada copa de vino blanco Dönnhoff Riesling, Martina se transporta frente a la catedral de Regensburg. Solo bebe ese vino, esa marca, esa uva, con un punto dulzón, perfecto para degustarlo bien frío. Cierra los ojos, da un pequeño sorbo y ahí está la catedral, allí está ella, Silke.
Al principio se lo traían de Alemania, pero enseguida lo encontró en España, se ahorraba el transporte. Desde hace casi treinta años no compra otra marca, no bebe otro vino. Es lo único que le queda de aquel curso en Alemania, y depende de ese recuerdo para vivir. Para respirar. Para no tirarse por el balcón.
Silke tenía un gusto exquisito. Siempre bebía vino blanco. Jamás cerveza. Y a Martina se le pegó el gusto. Por el vino de la uva Riesling y por Silke. Todavía tiene la sensación de no haber cerrado la boca desde que la vio aparecer, justo una semana después de comenzado el curso de alemán avanzado. Silke estaba haciendo prácticas en sesiones de conversación. A Martina le costó arrancarse a hablar. El motivo no era tanto la difícil pronunciación de esta lengua inventada por el diablo, sino que no podía apartar los ojos de ella. De pronto, una chica —de esas alemanas que se mueven con soltura, sin complejos— había aparecido como por ensalmo. El pelo corto, castaño, despeinado aposta; unos ojos, que no le cabían en la cara, de un fascinante tono violeta —como Elizabeth Taylor, pensó Martina—; una camisa blanca, ancha, de un par de tallas más que la suya y unas piernas infinitas, embutidas a presión en vaqueros elásticos.
—Ich bin Silke —se presentó desde la puerta.
Y Martina cayó rendida a sus pies.
Durante todo el curso, al terminar las clases, caminaban hasta la catedral. Se sentaban en la terraza del Dombrowski —con manta en las piernas para el frío— y bebían una copa de ese vino. Solo una. Ninguna de las dos pedía una segunda. Cogidas de la mano, la vista fija en la catedral, la apuraban saboreándola despacio, deteniendo el tiempo, disfrutando de ese momento mágico del atardecer. Al acabar, regresaban a su apartamento enlazadas por la cintura. El curso terminó.
Martina tenía veinte años. Silke, un par más. Fue el amor de su vida, de esa vida que las condenó a permanecer separadas, a sufrir la pena por el amor perdido para siempre. Los motivos que tuvo la vida para semejante crueldad fueron muchos, todos insalvables. Barreras imposibles de saltar.
Hasta ayer.
Silke la llamó. Martina acaba de abrir una botella de Dönnhoff Riesling, ha colocado dos copas en la mesa y espera. Nunca es tarde, se repite a media voz.
Suena el timbre.
@ElenaLaseca