—Me dan miedo las montañas. No lograré llegar a la mitad, mucho menos a la cima.
—¿Y si te ayudo?
—Pero cuando te vayas me agarrará el vértigo.
—¿Y quién dice que me voy a ir?
—Yo.
Y se fue. Ella subió unos metros y se paró. Llegó el vértigo.
Al tiempo, él volvió.
—Has avanzado poco.
—Te dije que me dan miedo las montañas.
Él sonrió, pero se marchó de nuevo. Esta vez lejos.
Ella se paró. Miró alrededor y decidió quedarse. De vez en cuando alzaba la vista hacia la cima, resignada. Con desazón.
Al cabo de más tiempo, él regresó.
Ella no se conformaba ya.
—Estás distinta.
—Todavía me impresionan las montañas, pero quiero subir.
—Puedes hacerlo. Tienes que hacerlo.
Y emprendió el ascenso.
Él, de vez en cuando, le alargaba la mano.
Los pasos de ella no eran firmes, pero estaba decidida. Y aprendió a subir.
Él iba y venía. La respaldaba. La animaba.
Pasaban los años.
Ella recorrió la mitad del camino.
Él la alentaba. Y continuó subiendo.
Levantó la vista. Quedaba lo más difícil.
Treparon durante años, sin mirar atrás.
Él ya no se fue.
Divisaron la cima y rieron. Apenas unos metros los separaban de la cumbre.
De pronto, él se giró y corrió ladera abajo como alma que lleva el diablo.
No se dio la vuelta ni una sola vez.
Ella, en mitad de la intemperie, comenzó a temblar. Resbaló, a punto de caer, pero resistió.
Llegó a la cima, a la suya, no a la de aquella montaña inaccesible. Y se sentó a esperar.
Tras meses de espera, él apareció por la cara sur.
Ella se levantó. Lo miró de frente.
—Me abandonaste en el ascenso. Sabías que me asustaban las montañas.
Silencio.
Se acercó. Lo empujó.
Él cayó rodando todo lo que ella había subido.
Se mató. Lo mató.
Tarde o temprano las cosas mueren y, si no mueren, las tenemos que matar porque si no, nos acaban matando a nosotros. Nuestra amistad tenía fecha de caducidad. (De la película: “Los amores cobardes”).