Me paro a rescatar el móvil del fondo de la mochila. Zumba como si quien llama tuviera una urgencia. Tardo tanto en encontrarlo que, cuando doy con él, me acusa con su silencio. Mi hermana. Quinta llamada de la tarde. Mientras espero su what´s App, levanto la vista.
Y, entonces, lo veo. Camina por la otra acera. Grandes zancadas. La mirada al frente, transparente, de quien nada tiene que ocultar. “Es él, no hay duda”. Trato de llamarlo, pero la voz se me queda atascada en el cuello. Decido seguirlo.
“¿Tú crees que los zapatos rojos me combinan con una falda rosa? Es que he visto una preciosa”. Mensaje de mi hermana.
Por mirarlo lo he perdido. Echo a correr, angustiada. Vuelvo la esquina, lo recupero. Grito su nombre, pero no sale de mi garganta. Él sigue caminando, deprisa. Dejo caer el móvil en la mochila y sigo corriendo. Comienzo a sudar. No consigo alcanzarlo. “Voy a perderlo”, me aterro. De pronto se para. Echo un pie a la calzada. El sonido de un claxon y un chirrido me frenan en seco. Está rojo. El conductor me mira enfadado. Mueve mucho las manos. Dice algo, pero no lo oigo.
En mi alocada carrera no he visto el semáforo. El autobús arranca. Cruzo. Ya no está solo. Su mujer y sus dos hijos lo abrazan. Me detengo a unos metros. Los reconozco al instante. Es el mismo de siempre. No ha cambiado. Y los niños tampoco.
— ¡Eduardoooo! —Consigo gritar al fin.
Se vuelve. Me dedica una de sus anchas sonrisas. Me saluda levantando la mano. Estoy segura. Es él.
El móvil suena de nuevo. Me desespero por encontrarlo. Se ha vuelto a hundir en el fondo. Sigue sonando. De un manotazo lo paro. Lo tiro al suelo.
Me despierto.
Eduardo murió hace doce años.
Y yo no tengo una hermana.
Con un sabor amargo en la boca y su sonrisa flotando en mi cuarto, me levanto.