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Una espesa niebla avanza veloz hacia ellas. En su precipitada carrera, borra el cielo despejado que las había acompañado desde la mañana. Solo queda una pequeña porción de azul, amenazado con desaparecer en pocos minutos.

—Mi abuela decía que si el pedazo de azul es suficiente para hacer un traje de marinero no hay peligro de que llueva. Vamos al agua.

En la playa de Rodas —en las islas Cíes—, cuatro amigas celebran que una de ellas está viva de milagro. Llevan tres días brindando, riendo, bailando, abrazándose. El olvido se ha apropiado de los días amargos del pasado. En el futuro no piensan. Solo existe este presente luminoso, una mágica playa y el mar. Todo el océano para ellas.

—Está bajando la niebla, a mí no me apetece meterme al agua. Vámonos ya —insiste Celia.

Las otras tres se miran, cómplices. Sin mediar palabra, se quitan la ropa y, junto con las mochilas, la dejan en la arena al lado de donde —resignada— se ha sentado Celia. Sin pensarlo dos veces, echan a correr. Corren riéndose, cogidas de la mano, como tres enamoradas al encuentro de su amor: el mar.

—¡No os vayáis lejos! —grita Celia un instante antes de perderlas de vista.

La niebla ha bajado a ras de suelo. Celia no ve más allá de un metro de playa, el agua ha desaparecido, solo escucha, a lo lejos, las risas y los gritos de sus tres amigas. Sonríe, «están locas», piensa. Sin embargo, esas tres locas han conseguido devolverle la alegría. La perdió en el mismo momento que aquella doctora de sonrisa angelical le comunicó, como si tal cosa, que la biopsia había arrojado un resultado positivo. No tuvo sosiego desde entonces y hasta que en los últimos análisis pudo leer con toda claridad la palabra: NEGATIVO. Durante todo ese tiempo, ellas estuvieron allí. Siempre ellas: con preciosas pelucas, pañuelos de vivos colores, diferentes tipos de té, canutos de cánnabis y risas. Muchas risas. No pararon hasta hacer reír a Celia sin que le doliera el alma.

Sumergida en sus pensamientos, no se ha dado cuenta del tiempo transcurrido. Hace rato que no oye los gritos, ni las risas. Un silencio espeso se ha apoderado de la playa. De pronto, un sonido grave, la bocina de un barco, la sobresalta. De un salto se pone de pie y se precipita a la orilla. La persistente niebla le impide ver, solo escucha la insistente bocina. De sus amigas ni rastro.  Comienza a gritar sus nombres hasta quedarse afónica. Nada. El barco también se ha callado. No se atreve a entrar en el agua oscura y traicionera que acaba de tragarse a sus tres salvadoras. Se sienta en la orilla, llorando. Espera una hora, dos, tres. «Se han ahogado», piensa angustiada. «O las ha secuestrado ese barco», se le ocurre sin sentido. Temblándole las manos, se afana en recoger la ropa y las mochilas. Tiene que ir a la policía, a la guardia civil o a cualquiera que tenga un barco y pueda ir a rescatarlas. Sin dejar de llorar, comienza a caminar. Acarrea cuatro mochilas llenas de ropa y unas cuantas botellas de agua. El peso y la arena no le dejan ir todo lo deprisa que le ordena su cabeza.

—¡Eh, guapa!, ¿adónde vas sin nosotras? —le grita una voz conocida.

Se gira y la visión la deja petrificada. La niebla está comenzando a levantarse. En la orilla, tres sirenas sonrientes le hacen gestos para que se acerque. Los rostros de las tres preciosas sirenas son los de sus tres amigas.

Y se desmaya. 

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

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