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penelope

—¡Acaban de informar del fin del confinamiento! —Anuncia Diana a gritos.

Su madre la mira sin hacer un gesto ni pronunciar palabra. 

—¿Pero es que no me has oído? —Insiste la chica—, que ya podemos salir.

Penélope permanece en silencio. No sabe cómo explicarle a su hija que ella no quiere salir más, que esto del confinamiento le ha servido como excusa para encerrarse en la casa sin que a nadie le pareciera extraño. Las dos solas, viviendo a su aire, sin que las molestara —porque todo el mundo estaba confinado y la distancia era larga—, sin que le dijera cómo debían hacerse las cosas, sin que la desvalijara, sin que la atormentara, sin las pesadillas. 

Protegidas por un virus.

En el pequeño apartamento luminoso, con su mirador orientado hacia el parque, Penélope es feliz. Se siente segura, tiene sus libros, su música, sus películas y su teléfono para hablar solo con quien decida. Ha rogado al más allá para que el aislamiento no terminara nunca, pero en el más allá no hay nadie capaz de concederle semejante petición. Su hija está feliz, todavía no es consciente de lo que se les viene encima. Cuando salgan. O cuando salga él.

Estos pensamientos rondan por su cabeza mientras la hija espera, impaciente, alguna reacción de su madre. 

—¿Y qué haremos cuando llame a la puerta? —Se le escapa.

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