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Siempre me había llamado la atención el viejo caserón. Su inmensidad me impresionaba y sobrecogía. Ocupaba una extensa manzana a lo largo de prácticamente toda la calle. La fachada principal, con enormes balcones, daba a la plaza del mercado.

La puerta de entrada tenía el tamaño aproximado de dos puertas de doble hoja colocadas una encima de la otra. El edificio se veía majestuoso, sólido, de una sobriedad esplendorosa, grandioso y arrogante. Sus muros de ladrillo se mantenían impasibles y firmes, ajenos al paso del tiempo. Los grandes balcones sugerían la grandeza de otro tiempo y los amplios ventanales de la planta baja estaban protegidos con verjas de hierro que los preservaban de posibles intrusos. Si te situabas justo delante de la fachada principal del caserón, se producía un efecto óptico a causa de la empinada cuesta según el cual la casa crecía y se ensanchaba y tú te sentías cada vez más pequeña.

De cualquier modo me fascinaba por su desproporción casi ridícula en la calle tan estrecha de uno de los pueblos que más azota el viento del Moncayo en invierno. Y por su aspecto al tiempo mágico y espectral.

Hubo un tiempo que en la casa vivía gente rica. Por el pueblo corría una leyenda sobre la maldición que recayó sobre sus dueños por ser herejes y no cumplir ninguno de los mandatos de la Iglesia ni de las gentes decentes. Los padres vieron cómo sus hijos morían de extrañas enfermedades ocasionadas por la vida de vicio y desenfreno de sus progenitores y por haber renegado de la fe cristiana. Sólo quedó viva una hija, que sacaron de allí. La casa permaneció cerrada durante décadas. “Está maldita, aseguraban”. Una nieta la heredó.

La vi desde lejos y observé su ritmo lento, la cadencia de sus movimientos, el ir y venir de sus ojos de izquierda a derecha, su media sonrisa, su cabeza levemente ladeada, en cada mano sendas bolsas de viaje de color camello y una ajada mochila de cuero colgando de la espalda. Pero lo que más me chocó fue su particular indumentaria: un vestido tipo túnica de vivos colores que arrastraba por el suelo.

Al pasar a mi lado pude ver sus ojos, de un negro intenso, como su pelo, sus manos huesudas, sus rasgos de un cierto corte oriental y pude sentir su olor diferente, algo exótico, como toda ella. Tras su paso quedó suspendida en el aire una rara sensación que me turbó.

Al llegar al viejo caserón se detuvo, depositó una de las bolsas en el suelo y abrió la puerta. No pude evitar mirar y un escalofrío me recorrió la espalda. Antes de entrar, la nieta heredera se volvió y me dedicó una extraña sonrisa que me paralizó.

Esa noche nadie del pueblo durmió. Gritos espeluznantes y un fuerte olor a azufre lo impidieron. A la mañana siguiente, el gran portón de la entrada estaba abierto. En el salón yacía muerta la nieta heredera sobre un gran charco de sangre. Nunca se supo qué ocurrió pero hay quien dice que esa noche vio venir a las brujas desde Trasmoz .

El viejo caserón fue derrumbado semanas después pero el olor a azufre no hay modo de hacerlo desaparecer.

(Publicado por la revista literaria IMÁN en su nº21, el mes de noviembre de 2019)

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