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reina-destronada

La seguí un rato con la mirada. Cojeaba ostensiblemente. Mucho más que cuando la conocí, tantos años atrás. Había engordado, ahora era una mujer gruesa. No la recordaba muy delgada pero tampoco gorda. Se la veía desaliñada. El pelo cortado como a mordiscos, reseco y arruinado por la superposición de tintes. La falda de color indefinido le colgaba un palmo más por un lado que por otro. Una blusa marrón carmelita, bastante ajada, componían un conjunto desolador. No pude verla de frente —ni quise, no tuve valor para hablarle— así que no sé si seguiría siendo la dueña de la mirada azul más sugerente y provocadora de todas las de nuestra pandilla. 

         Porque ella, Lourdes, formó parte de mi grupo más allegado de amigas durante toda mi adolescencia y juventud. Hasta que voló hacia el mundo libre que en aquel entonces, para todas nosotras, se situaba en Londres. Y le perdí la pista. Años después me contaron parte de su historia que yo nunca creí del todo. Una historia trágica de malos tratos, abandonos y vida tirada por la borda. Pero no la había vuelto a ver hasta ayer. Al verla me invadió una inmensa tristeza de la que no logro desprenderme. Ni tampoco puedo arrancar su imagen de mi cabeza.

         Lourdes era una chica risueña, simpática y ocurrente. En realidad siempre fue la líder del grupo. La reina de todas las fiestas. La seguíamos porque era la más atrevida, la que tenía las ideas más divertidas para pasar una fría tarde de domingo y, sobre todo, porque desafiaba a la autoridad en unos tiempos en los que nadie se atrevía a rebelarse. Hacia pellas. Se enfrentaba a las monjas del colegio rancio y gris en el que estudiábamos. Se relacionaba con los chicos con una suerte de soltura y camaradería envidiables. Fumaba en los baños, haciendo equilibrios sobre el inodoro. No hacía jamás los deberes. La echaban de clase cada dos por tres, por insolente y descarada. Y, sin embargo, sus notas eran buenas, aunque debían haber sido excelentes, pero su conducta le bajaba muchos puntos. Se declaraba atea. Arremetía contra la mínima injusticia.

         Siempre tenía estupendos planes para los ratos de ocio. Nunca me divertí tanto como aquellas tardes de domingo en compañía de Lourdes. A veces agarraba la guitarra y cantábamos durante horas canciones protesta en el parque. Y cuando no estaban sus padres en casa —cosa que ocurría a menudo— montaba fiestas formidables. Allí circulaba el tabaco, el alcohol y los preservativos como la cosa más natural y en la misma proporción. Lourdes era la suministradora oficial de todo. Y la principal consumidora. Junto a ella yo me sentía libre. Creaba una isla de libertad en medio de un mundo que nos asfixiaba. Era guapa, rubia y tremendamente sexy. Cojeaba ligeramente, pero ese defecto no disminuía su atractivo. Y un buen día desapareció. Se fue a Londres y no regresó. 

         Ayer seguí con la mirada a un brutal espectro de Lourdes. Y justo antes de perderla de vista, vi con asombro que entraba en una iglesia. Mi sorpresa fue tan grande que me fui detrás. Abrí la puerta con aprensión y comprobé con estupefacción cómo se arrodillaba ante un anacrónico confesionario.

         Di media vuelta y salí espantada. 

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