Por alguna broma del universo, nos atraían las mismas películas. Era una de las escasas aficiones que teníamos en común: el cine. Porque a Maruja le aterrorizaba sumergirse en el mar y yo hubiera querido nacer pez; a ella le fascinaban los tacones de aguja y yo calzaba deportivas o, en el mejor de los casos, mocasines; Maruja no salía de casa sin pendientes, anillos, pulseras y collares, a mí los pendientes me producían alergia, las pulseras me molestaban para escribir, los collares me agobiaban y los anillos los perdía por los lavabos; ella usaba medias finas y guantes de piel, yo odiaba las medias y los guantes de piel no acababan de calentarme las manos.
Se podrían llenar cientos de páginas con el relato de todas nuestras discrepancias: desde el modo de disfrutar de las vacaciones hasta la manera de hacer las camas, por no hablar de nuestras comidas predilectas, bebidas e incluso la hora de acostarnos.
Sin embargo, nos apasionaban las mismas películas: las comedias sin carcajadas; las historias de amor sin ñoñerías; las históricas sin guerras sangrientas. Y nuestras preferidas: las intimistas ―categoría creada por nosotras mismas― de uno de nuestros directores favoritos, el Ingmar Bergman de Gritos y susurros, Secretos de un matrimonio, Sonata de otoño y Fanny y Alexander.
Más tarde le quitó el puesto Woody Allen y disfrutamos con Annie Hall, Manhattan y Hannah y sus hermanas.
A Maruja y a mí nos unió el cine. Definitivamente y para siempre.
Las tardes de los sábados estaban reservadas para nuestra afición común. Durante un tiempo fueron las de los domingos, cuando yo tenía un novio que los domingos me abandonaba para irse a su pueblo. Aquellos domingos nuestro destino cinematográfico eran los cines Buñuel. Nos encantaban por lo modernos que eran ―el hecho de que en un mismo lugar hubiera varias salas nos fascinaba―, echaban los últimos estrenos y en la primera sesión siempre conseguíamos buenas entradas.
Cuando aquel novio dejó de abandonarme los domingos ―porque yo lo abandoné del todo―, Maruja y yo nos pasamos a los sábados y nos cambiamos de sala. Desechamos las salas múltiples funcionales y optamos por la belleza clásica de un cine sin igual: el Elíseos. Un pequeño cine de quinientas butacas que existía en la ciudad desde los años cuarenta del pasado siglo. Nada más entrar en esa sala nos transportábamos al lugar donde se cumplen los sueños. Estaba decorada con un gusto exquisito: materiales nobles de primera calidad, una enorme y preciosa lámpara de cristal en el mismo centro del techo y dos elegantes alacenas escoltando la pantalla.
El Elíseos entendió a quienes adorábamos las buenas películas y el esplendor del buen gusto, desaparecido tras un mar de plástico y escay.
―Lo bonito que es este cine ―comentaba Maruja cada sábado.
Y se le iluminaban sus preciosos ojos verdes.
Cuando a Maruja le falló el oído, canjeamos el Elíseos por una cafetería ―cerca de casa, pues tampoco le sostenían las piernas― y a las buenas películas las sustituyó el sándwich de jamón y queso, aunque ya nunca fue lo mismo.
Lo que amábamos era el cine. Acudíamos al Elíseos con la ilusión de la primera cita. Los viernes, día de estrenos, abríamos el periódico por la última página para llegar cuanto antes a la cartelera. Maruja arrastraba el dedo hasta nuestro cine preferido.
―¡Echan la última de Woody Allen! ―exclamaba entusiasmada.
Maruja, mi madre, mi querida madre cinéfila, se fue hace nueve años y nuestro coqueto cine cerró sus puertas dos años después. No le salvó el haber sido nombrado Bien Catalogado del Patrimonio Cultural Aragonés, ni nuestro entusiasmo. Nosotras también lo abandonamos.
Dicen que van a abrir una sucursal de una famosa cadena de comida rápida y vasos de plástico. A mí no me va a gustar, pero a Maruja, si estuviera aquí para verlo, quizá sí. Bastaba con que a mí me pareciese un horror, fruto de una sociedad consumista de quita y pon, para que ella opinara lo contrario.
―Tu madre dirá lo que quiera, pero la Coca Cola y las hamburguesas de McDonald me encantan ―le confesó a su nieto siendo ya muy mayor.
Aunque en mi memoria y en mi corazón permanecerán las tardes del Elíseos para siempre.
Y su buen gusto y sus pendientes.