La tarde estaba plomiza. El calor nos retenía en la terraza de la casa. Si había algo de brisa en ese mes de agosto tórrido era precisamente en esa magnífica terraza que mi padre y todos los vecinos de la planta baja aún no habían conseguido acotar.
—Les corroe la envidia a los de arriba —decía mi madre a media voz— porque ellos tienen balcones y nosotros terraza.
Pero a mi prima y a mí nos traían al fresco las peleas vecinales por un trozo de terreno más o menos. Nosotras a lo nuestro. Y lo nuestro era reírnos como tontas a carcajada limpia por cualquier nadería. Y ese día andábamos muy ocupadas haciendo planes para la noche.
—Mira que en esta urbanización medio deshabitada, por la noche está oscuro —advertía yo.
—Pero hoy hay luna llena, no seas miedosa —me animaba mi prima—. Además con este calor y aprovechando la luna, el día es perfecto.
— ¿Y si nos cae una tormenta con rayos y truenos?
La carcajada contagiosa de mi prima borraba de un plumazo la aprensión que me invadía cuando me atenazaba el pavor por lo desconocido.
— ¿Pero has visto tú alguna nube en quinientos quilómetros a la redonda?
Y quedaba zanjada la cuestión y elaborado el plan.
Calculando que a las nueve sería ya bastante de noche como para llevar a cabo nuestra aventura, nos pusimos el traje de baño debajo del vestido más fresco que teníamos y salimos de la casa. Era nuestra hora del helado. Cada tarde, a la caída del sol, nos dábamos un paseo hasta la única tienda de toda la urbanización —la que llamaban el “súper” pero que no pasaba de pequeño colmado— y nos comprábamos un helado “cono” cada una, última novedad en helados de la temporada. Mi prima era adicta a los helados y a mí me había contagiado la adicción.
Esa tarde hicimos como las demás para que mi madre —responsable directa de haberme transmitido todos los miedos habidos y por haber— no sospechara.
La noche era perfecta, tal como había vaticinado mi prima. La luna se reflejaba en el agua y había luz suficiente como para darse el baño que tanto deseábamos. (Otra de nuestras adicciones era el agua). La playa desierta, sólo nosotras dos y la luna como testigo. Nos zambullimos sin pensar y sin dejar de reír.
— ¿Ves como está caliente?—mi prima chapoteaba feliz— Y dicen que la luna también pone morena.
Pero yo no quería estar mucho rato. No ver lo que ocurría en el fondo me causaba una inquietud que no podía remediar.
—Yo me salgo —anuncié zafándome de su última aguadilla.
Nos sentamos en la playa a la luz de la única casa que existía entonces. Y seguimos hablando y riéndonos. Y también imitando voces de cantantes: Mirando al mar soñé / que estabas junto a mí… Y entonando la que estaba muy de moda ese año: Que te casas, linda prima / he oído comentar. /Me he sentado sonriendo /sin poderme controlar…
Una voz grave a nuestra espalda nos hizo dar un salto. Un hombre hablando alemán y con gesto amenazante nos sacó de nuestro mundo de risas y canciones. No entendimos nada de lo que decía pero por su tono comprendimos que estábamos perturbando su sueño.
—Es que los extranjeros se van muy pronto a la cama y, además, no tienen sentido del humor —me susurró mi prima.
Y yo no pude evitar la risa que intenté disimular para que el hombre no pensara que nos estábamos riendo de él.
Iniciamos el camino de vuelta a casa riéndonos por lo bajo hasta que alcanzamos la oscuridad. La luna quedó velada por una negra nube inesperada y los farolillos de la casa del alemán gruñón los habíamos dejado atrás. Lo que teníamos por delante era un trecho oscuro como boca de lobo. Ni casas ni farolas ni ser viviente. Se me cortó la risa de golpe y comencé a arrepentirme de haberme dejado arrastrar por mi prima. Ella vio mi gesto de preocupación y girando hacia atrás la cabeza —yo no era capaz de volverme, sólo quería avanzar para llegar cuanto antes a casa— tuvo una de esas salidas suyas que tanto me hacían y me han hecho reír toda la vida.
— ¡Corre, prima, que viene el alemán con la escopeta!
Pero esa vez no me reí. Comencé a correr como una loca, temblándome las piernas, muerta de miedo. De repente escuché un grito.
— ¡Ay!
Sin dejar de correr me volví. Mi prima había dado con sus huesos en el suelo. Esperé un segundo a ver si se podía levantar. Se levantó. Andaba. Corría. Reía. No tenía nada roto. Y seguí corriendo. Sin retroceder.
Llegamos a casa bañadas en sudor y mi prima chorreando sangre por los brazos y las piernas. El asfalto de una urbanización casi deshabitada había hecho el trabajo que el alemán no hizo.
Mi madre nunca entendió por qué nos reíamos tanto si mi prima iba sangrando y a mí se me escapaba el susto por los ojos. Las postillas le duraron una semana, pero la risa aún no se nos ha pasado. Y eso que han transcurrido más de cuarenta años.
(A mi prima, que tanto me ha hecho reír)
(En portada: Corriendo por la playa, Sorolla, fragmento)
Macamen
Gracias linda prima por el perfecto relato que has hecho de los ratos tan buenos que hemos pasado y seguimos pasando cuando estamos juntas.
Macamen
Gracias linda prima por el perfecto relato que has hecho de los ratos tan buenos que hemos pasado y seguimos pasando cuando estamos juntas.
Mtzal
No sabía esa aventura….aunque conozco la risa contagiosa y escandalosa de tu prima jeje
Mtzal
No sabía esa aventura….aunque conozco la risa contagiosa y escandalosa de tu prima jeje
Nacho
Doy fe de que no paran de reir.
Nacho
Doy fe de que no paran de reir.