Salí del hospital con el corazón encogido. En cuanto mi hermano entró por la puerta de la habitación, huí como alma que lleva el diablo. Porque, si eso no era una huida, se le parecía mucho.
Llamé a casa.
— ¿Tenemos vino?
—No
Miré el reloj: las diez menos diez.
— ¿Dónde puedo encontrar vino a estas horas?
—En la gasolinera de Casablanca. Pero date prisa porque a partir de las diez no venden alcohol.
Hundí el pie en el acelerador. A las diez menos dos minutos, tenía en mi poder una botella de vino rosado que se dejaba beber. El vino no fue suficiente para calmar mi desazón y acabé con un gin tonic, bien cargado.
Caí en un sueño tan profundo —consecuencia de una cena sobrada de alcohol y escasa de comida— que cuando sonó el teléfono, a la una de la madrugada, no lo oí. Entre sueños, escuché una voz: “ahora vamos”.
El encuentro con mi padre, abatido, sentado en su sillón y mirando al vacío, no quiero recordarlo. El sonido de su bastón, cuando, poco después, recorríamos los desiertos pasillos del hospital, siguen resonando en mi memoria.
En la habitación del fondo estaba ella, mi madre. Muerta. Mi hermano mayor sentado en la puerta, como un vigilante inútil, que no ha podido impedir que se le colara la Parca. Mi hermano pequeño, escoltando a mi padre y a mí. Triste, sereno, con paso firme, con la confianza de quien sabe que la vida no tiene sentido sin la muerte. Yo también lo sabía, pero en ese momento lo había olvidado. Y me negaba a recordarlo.
Eso ocurrió hace, hoy mismo, ocho años. Y, todavía, cuando cierro los ojos, veo su cara. Pero no el rostro de noventa años que reposaba aquella noche en el hospital. La cara de mi madre, en mi recuerdo, es la de la mujer joven y guapa que fue. Siempre la misma y con la misma expresión: la cabeza levemente ladeada, una media sonrisa, un tanto melancólica y la mirada fija en nosotros tres, sin quitarnos ojo.
Protegiéndonos.
Lástima no ser creyente, mamá. Si lo fuera, te rezaría.