A Marichu lo que más le gustaba de la casa de su amiga Andrea era el olivo, justo en el centro del patio. Andrea vivía en una casa con patio descubierto que daba sentido a la canción infantil, tantas veces cantada sin comprender. «El patio de mi casa es particular, cuando llueve se moja como los demás». Y el caso es que el patio de su casa, de una casa de pisos con escalera y sin ascensor, no se mojaba cuando llovía, no era posible. Tampoco el de casa de sus tíos, el de sus abuelos, el de su madrina o el de la dentista. Ninguno que ella conociera. Todos los patios estaban a cubierto, protegidos de la lluvia y del viento, excepto el de Andrea.
Cuando entró por primera vez, sintió que la letra de la famosa canción cobraba sentido. Por fin un patio que se mojaba cuando llovía. Y fue lo primero que se le ocurrió decir el día que Andrea cumplía diez años.
—¡Vaya!, ahora ya entiendo la canción.
Andrea la miró extrañada, pero no dijo nada. Había invitado a Marichu, la niña rara de la clase, por imposición. «No me gusta que la dejéis de lado, no es de buenas personas», le había conminado su madre a la vez que la obligaba a invitarla.
—¿Y este olivo da olivas? —continuaba Marichu boquiabierta por el descubrimiento.
—Pues claro —contestó Andrea cogiéndola del brazo, apremiándola—, vamos adentro que va a llover.
—¡Ah! Y como este patio es particular, cuando llueve se moja…, pero no como los demás —añadió Marichu riendo.
Definitivamente, era la niña rara, pero la madre de Andrea opinaba que no era cristiano despreciar a nadie por raro que fuera y había que aguantarla.
Unos años más tarde, Marichu ya había demostrado al mundo — y también a Andrea— que no era rara. Era la más inteligente y simpática de toda la pandilla, y la mejor amiga. Andrea ya no dejó de invitarla a sus cumpleaños.
Es el mes de noviembre. Marichu ha acudido a casa de Andrea tras una llamada de su amiga. Cada otoño Andrea se deprime. No soporta que se caigan las hojas. Se niega a admitir que se ha despedido el verano, como si fuera para siempre, como si olvidara que al cabo de unos meses volvería a calentar el sol.
Marichu llega a la casa con un helado de fresa y nata —el preferido de Andrea— tamaño gigante y dispuesta a ver un maratón de películas románticas, que hagan llorar a su amiga hasta que se quede sin lágrimas.
El patio está cubierto de olivas pequeñas, sin madurar, como una alfombra verde. Nunca lo había visto así. El olivo pelado, desnudo.
—¿Qué ha pasado?
—Se han muerto las olivas antes de tiempo —contesta Andrea llorando.
—¿Cómo que se han muerto antes de tiempo?
Andrea, sin cesar de llorar, le cuenta a Marichu que, cada año, un amigo de su madre recogía las olivas, las ponía con mucha sal «al tempero», decía, y cuando ya estaban bien muertas, se las comían. Pero este año el amigo se ha muerto y las olivas han decidido morirse también, antes de tiempo.
El helado se le cae de las manos, derretido.