Orosia tenía dieciséis años, o eso creía. Su madre murió al nacer ella y nadie de la familia se había molestado en contar el tiempo que había transcurrido desde entonces. Cuando calcularon que tendría unos quince, el tío con el que vivía decidió que era hora de casarla. Un viejo amigo de la familia, de sesenta años, se había encaprichado de Orosia. Hacía tiempo que andaba tras ella. Por fin convenció al tío para que se la entregara y así convertirla en su cuarta esposa. No exigía dote, al contrario, era rico y pagaría por ella. A los tíos se les abrió la oportunidad de ganar un buen dinero y, de paso, quitarse una boca que alimentar. Accedieron.
Orosia había oído a las mujeres de la familia que el hombre que la pretendía, además de ser viejo, gordo y feo, maltrataba a sus otras tres mujeres. El día que su tío le comunicó que tendría que casarse con aquel monstruo asqueroso, comenzó a temblar como una hoja y a faltarle la respiración. La primera mujer de su tío trató de tranquilizarla, asegurándole que iba a vivir con lujos que hasta entonces no había tenido y que, si se portaba bien con él y accedía a sus deseos, no le pondría la mano encima. Así funcionaban los hombres, trataba de convencerla: si eras sumisa nada te ocurriría.
—¿Y cuáles son los deseos a los que tendré que acceder? —preguntó llorando.
—Enseguida lo sabrás —contestó la mujer.
Aquella noche no durmió. Se levantó a las cinco de la mañana, sin hacer ruido y se fue caminando al pueblo de al lado en el que vivían los que se suponía eran sus hermanos. Sabía que uno de ellos, al que más quería, estaba planeando marcharse de allí, salir de aquella penuria ancestral que los estaba consumiendo.
—Llévame contigo —le suplicó llorando en cuanto lo encontró.
—No puedo, Orosia, me llega el dinero justo para pagar mi viaje. No tengo más.
—Yo sí.
Y al momento sacó de su bolsa de tela una pulsera de plata de ley con incrustaciones de vanadinita, piedra procedente del Atlas. Muy valiosa.
—¿La has robado?
—Sí, a la primera mujer de mi tío. Pero no me arrepiento, ellos querían venderme.
Gracias a la pulsera, pudieron incluir a Orosia en la patera que, una semana después en la que permaneció escondida en un armario sin apenas comer, partía desde una playa recóndita de Agadir, al sur de Marrakech, rumbo a España. El viaje resultó ser lo más parecido a una bajada a los infiernos. En la patera viajaban noventa personas. A la costa de Huelva llegaron treinta. El resto quedó en el mar. Orosia se salvó. Su hermano querido, no.
Izarbe trabajaba en el centro de acogida al que la llevaron. Era la única menor, sin familiar que la acompañara. Orosia había llegado exhausta, con hipotermia y sin poder pronunciar ni siquiera su nombre. Pero en la bolsa maltrecha, empapada de agua y sal estaba escrito un nombre: Orosia.
—T´appelle tu Orosia? —le preguntó Izarbe el primer día que la chica regresó a este mundo.
Ella tardó en contestar, dudando.
—Oui —contestó con un hilo de voz.
Tenía un miedo atroz a que la hubiera localizado su tío y la enviaran de vuelta. Le temblaba el cuerpo entero, el terror se le escapaba por los ojos. Izarbe la tranquilizó y le relató la leyenda de Santa Orosia. Por fortuna, Izarbe hablaba un perfecto francés.
—Cada veinticinco de junio —terminó Izarbe— desde mi pueblo, que se llama Yebra de Basa, parte una romería con el busto relicario de la cabeza de la santa que va hasta la pradera de santa Orosia (como tu nombre), a los pies de un monte llamado Oturia. Allí, a mil quinientos metros de altura, se baila un dance muy bonito.
Gracias a las gestiones de Izarbe, Orosia pudo quedarse en España. El reconocimiento médico certificó que no tenía más de quince años. Aprendió español y se escolarizó. Su sueño era subir hasta el norte del país que la había acogido, a Yebra de Basa, al pueblo de la mujer que la salvó. A veces los sueños se cumplen y un veinticinco de junio, tres años después de alcanzar medio muerta la costa de Huelva, Izarbe y Orosia pusieron los pies en Yebra de Basa. Izarbe le había conseguido un trabajo en el albergue.
—¿Y dices que te llamas Orosia? —preguntaban las mujeres del pueblo cuando Izarbe la presentó.
Orosia era una preciosa muchacha morena, de ojos grandes y negros como el tizón. Lucía una melena rizada que brillaba al sol de junio. Sonreía todo el tiempo, agradeciendo su suerte a la vida y a esas gentes que la miraban con admiración y la trataban como si fuera una princesa.
Pero, lo que Orosia no sabía era que las mujeres de Yebra de Basa estaban convencidas de que Orosia era la encarnación de aquella princesa de Bohemia, hija de reyes, que llegó a Aragón para casarse con un conde aragonés. El milagro se había producido: la cabeza y el cuerpo de la santa habían vuelto a juntarse. Y allí mismo la tenían, no había más que verla.
A ver quién se atrevía a quitarles la razón.
Relato original e inédito, leído en el Mercau de Yebra de Basa 2023
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave