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—Señora Justina, está usted cojonuda.

Es una de las declaraciones de amor más intensas y sinceras que he oído en mi vida. Se la regalaba cada dos por tres mi tío Jacinto, su marido, acompañándola de una tierna palmada en el trasero. Ella hacía como que le reñía por ser tan descarado y deslenguado, pero, en el fondo, estaba encantada. Le sabía a gloria. No había más que fijarse en la expresión de su cara.

—Con él fueron los años más felices de mi vida —me confesó un día la tía.

Pero se fue demasiado pronto. Tosiendo, «también las cabras tosen y no fuman», argumentaba con retranca cuando ella renegaba por el tabaco. 

Siempre me gustó ir a Borja. Y daba gracias a mi abuela por la ocurrencia —quizá no tuvo otra opción— de dejar a su hija Justina allí cuando el resto de la familia se vino a la capital. Este detalle de mi abuela y el de Justina por haber permanecido me han dado la oportunidad de tener un pueblo —una ciudad, como me reconvendrán los habitantes de Borja si es que leen este escrito— al que volver.

Me encantaba Priñén, esa finca en la que cogíamos almendras de las que me ponía morada luego, cuando Justina las tostaba. Y la piscina de la finca de al lado —¿se llamaba La Nava?—, que tenía el agua helada. Y los melocotones, los más ricos que he comido nunca: «yo quiero molocotón», me recordaba Justina que saltaba yo, riéndose a carcajadas cuando me hacían rabiar. Y los polos de café con leche del bar Mi Casa, que no he vuelto a probar jamás. Y las fiestas en la plaza Campo del Toro y el Casino con mi prima, riéndonos como tontas sin saber por qué. Y la tienda, con su olor a todas las colonias y con sus lanas (qué bien manejaba Justina las agujas). Y la casa con sus montones de escaleras que mi tía odiaba a muerte. Y así podría seguir hasta el infinito de recuerdos del que siempre consideré mi pueblo —mi ciudad, para que no me regañen sus habitantes—.

Y de fondo y siempre, Justina, con su mala leche y su inmenso cariño hacia su sobrina, «a la que más le gusta Borja», como diría ella.

Y, sí, tenía razón Jacinto: señora Justina, era usted cojonuda.

Hasta siempre, tía.

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