Durante todo el invierno sufro de nostalgia. De la mañana a la noche me acompaña ese sentimiento de pena por la lejanía, la ausencia, la privación o la pérdida de alguien o algo queridos, que es como se define la nostalgia. Se me pega a la piel en octubre y no logro desprenderla hasta junio. Los años que hay suerte, hasta bien entrado mayo.
Mi primer pensamiento, cada mañana del largo invierno, es para el cálido y esquivo verano. Miro por la ventana y siento como un pinchazo a la altura del corazón. Me duele el tiempo perdido, de noches de tertulia a la luz de las velas, de mañanas luminosas bañadas en burbujas y de alborozados vermús de cervezas y olivas negras. Cierro los ojos y me quedo un rato reviviendo el último verano hasta que el malestar se me hace insoportable. Entonces, aguanto la respiración, me echo encima toda la ropa que aguanta mi cuerpo y salgo, a regañadientes y aterida, al crudo, gris, ventoso, frío y desapacible inverno. Odiándolo, desde el primer día hasta el último. Cada minuto.
Y así transcurren todos mis días de invierno: añorando el verano. La primavera y el otoño me pasan desapercibidos. Para mí, todo es invierno. Solo amortigua mi desánimo, alguna que otra tarde de sábado al amor del fuego de la chimenea, si cae en mis manos un buen libro que me distraiga del furioso soplido del viento.
Y, para mi alegría, tú naciste en verano. En pleno mes de agosto. Cuando el sol brilla en todo los alto iluminando mi vida. Las horas deliciosamente largas. La nostalgia huída. Y justo cuando la vida me emborracha y me seduce hasta caer rendida a sus pies, celebramos que naciste, que naciste en verano.
Y así eres tú, intenso como el calor, el olor y la algarabía del verano.
Pero no te quiero por eso.
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