Nuestro afán por escapar de la ciudad, del ruido de la ciudad, del olor de la ciudad, del estrés de la ciudad y de los nervios de última hora antes del estreno, nos precipitó a un pueblo encaramado en la montaña más alta. Necesitábamos respirar, simplemente respirar, nada más. Durante un par de días lo conseguimos.
En cuanto puse un pie fuera del coche, me llegó una bocanada de aire fresco y puro, directo de las montañas en las que aún se veían restos de la última nevada. En nuestro paseo por unas calles desiertas de un sábado que continuaba desperezándose, tratábamos de encontrar ese lugar que, en mi opinión particular, existe en todos los pueblos: la fonda donde mejor se come. Y la encontramos. Era pronto para comer y tarde para desayunar, pero la mujer que iluminaba una barra recién bañada de lejía nos ofreció unos huevos —de corral— con patatas y longaniza casera que nos atrajeron de inmediato como el manjar más exquisito. Nos condujo a un comedor, con vistas a las montañas, que quitaba el sentido.
Habíamos acertado.
En la mesa de al lado, una pareja hablaba en voz baja sin dejar de mirarse a los ojos. Las lágrimas luchaban por salir en los de ella que, a duras penas, mantenía a raya. Él le acariciaba una mano y le hablaba en ese tono en el que se hacen promesas que dudas si podrás cumplir. Y ella lo detectaba.
Pillé algunas frases sueltas que me proporcionaron la visión de conjunto.
—Ya, pero me prometiste que este sería el último año —se quejaba ella.
—Y espero que lo sea. Solo te pido un poco de paciencia —replicaba él.
—¿Un poco de paciencia? —subía ella el tono sin querer— ¿Te parece que he tenido poca?
Se giró hacia nuestra mesa y, al vernos, volvió a bajar el tono. A él le calculé unos quince o quizá veinte años más que ella. Un señor elegante, con abundante pelo canoso, muy bien cuidado y ropa impecable. Todo hacía pensar que disfrutaba de una buena posición económica. Ella, los ojos muy grandes y pintados con esmero —si las lágrimas acababan ganando la batalla, se arruinaría la máscara de sus pestañas—, una preciosa melena recogida con gracia con una pinza y la expresión de alguien que quiere escapar pero que se siente atada a ese hombre del que no sabe cómo desprenderse. Parecía muy joven.
—Yo he cumplido nuestro acuerdo. El plazo que me pediste lo has rebasado con creces —insistía ella.
Él cambió la mirada. Esa mirada yo la conocía, hablaba con claridad meridiana: «cómo le explico que me precipité, cómo hago para que no se eche a llorar aquí mismo y, sobre todo, cómo conseguir que no me deje».
—Para mí es mucho más difícil, te ruego que lo entiendas —modulando él la voz.
—Estoy cansada de entender, de escondernos, de que me traigas al fin del mundo, a este pueblo de mala muerte donde no hay nada ni nadie, como si fuéramos delincuentes —explotó ella sin medir las palabras ni el tono.
Ella estaba de espaldas al gran ventanal que encuadraba un paisaje espectacular que producía escalofríos. Me quedé con ganas de decirle: «date la vuelta». Pero, en ese momento, ella le arrojó a la cara las palabras que le golpearon a él como racha de ventisca.
—Cuando nada te quede, no estaré yo.
Se levantó, dejó sin probar el café con leche, recogió la mochila del suelo y salió de allí.
A punto estuve de aplaudir. Esas palabras pertenecían a un poema que yo sabía, pero que no recordaba quién lo había escrito: La luna tiene una cicatriz y el cielo calla. Cuando nada te quede, no estaré yo.
Antes de nuestro regreso, decidimos dar el último paseo por el monte. Y, entonces, la vi. Era ella, sin duda. Con un anorak verde, un gorro de lana roja con pompón y la mochila colgada a la espalda de la que sobresalían dos bastones de marcha nórdica, se disponía a emprender el camino hacia la belleza inconmensurable de aquellas montañas.
Sola.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave
(Relato escrito a partir de la ilustración).

