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Su hermano mayor le puso un mensaje urgente: «Madre está grave. Ven». Shadi no se lo pensó más allá de un minuto, a pesar de que Inés intentó por todos los medios convencerla de que era una locura. «¿Y si es una trampa?, ¿si lo único que quieren es que vuelvas?, ¿y si no te permiten regresar?».

Llevaban trabajando juntas tres años. Shadi había salido de Afganistán con la intención de volver, pero en cuanto los talibanes se hicieron con el poder todo saltó por los aires. Su padre y sus hermanos eran religiosos y fanáticos. Lo sintió por su madre, pero encontró un buen trabajo de economista en la empresa de Inés y se quedó. Esperó a que escampara. No escampó.

«Es mi madre, Inés, me necesita, tengo que ir».

Era una trampa.

Después de tres meses sin noticias de Shadi, recibió un mensaje en clave que Inés no comprendió, pero había un número de teléfono. Llamó. Una prima de Shadi le informó en un rudimentario inglés que Shadi estaba prácticamente secuestrada y que le pedía ayuda. La madre no estaba enferma y había colaborado —seguro que obligada— para forzar la vuelta de la hija.

A Inés le llevó muchos meses conseguir un visado para poder entrar en el país y —lo más difícil— salir con Shadi. Aprovechó los negocios internacionales de su empresa de importación y exportación para pasar por la comercial que iba a vender aceite español a cambio de comprar azafrán de Afganistán. Se trataba de revitalizar un mercado que había decaído. Era arriesgado, pero Inés tenía muchos contactos y llamó a todas las puertas. Movió todos los hilos a su alcance: empresarios, diplomáticos y políticos. Inés adoraba a Shadi. No iba a dejarla tirada.

Una mañana gris subía la escalera del avión que la trasladaría a Kabul. Cosidos al forro de su americana llevaba todos los documentos que pudo conseguir. Su contacto era la prima. Inés esperó tres semanas a que se pusiera en contacto con ella. Mientras, se entrevistó con varios empresarios, siempre escoltados por algún talibán que la observaba con cara de pocos amigos. Era una mujer, eso corría en su contra. Albergaba arrestos suficientes, eso corría a su favor.

El lunes de la cuarta semana recibió un mensaje: «mañana a las 11 AM en la puerta de la mezquita Pul-e Khishti». Era de la prima. Al día siguiente, se colocó un niqab, que dejaba solo los ojos al descubierto, y se fue caminando al lugar de la cita. Conocía la mezquita, era la más grande de Kabul. Cinco minutos después de las once aparecieron las dos primas. Caminaban deprisa. Vestían con burka. Una voz familiar la apremió: «tengo el pasaporte, démonos prisa». 

La prima desapareció sin que Inés se percatara. En el último mostrador del aeropuerto de Kabul en el que tuvieron que enseñar una vez más los pasaportes junto con los papeles que portaba Inés —después de unos cuantos más que habían logrado superar con el corazón a punto de salirles del pecho—, un guardián talibán las paró cruzando el arma que llevaba colgada del hombro. 

Inés le clavó sus ojos castaños, sin pestañear. No dijo una palabra. Sin dejar de mirarlo fijamente a los ojos, volvió a sacar los billetes, los pasaportes de las dos y los papeles con sellos diplomáticos. El guardián, al cabo de unos minutos que a Shadi se le antojaron horas, bajó la vista, echó un rápido vistazo a los papeles, volvió a mirar a Inés, que seguía mirándolo impasible, retiró el arma y,  con un ligero movimiento de cabeza, las dejó pasar.

En el baño del avión, Inés y Shadi se desprendieron del burka y el niqab y aparecieron sus vaqueros, camisetas y una expresión de felicidad que ninguna de las azafatas del vuelo había visto jamás. 

Hicieron el viaje abrazadas. Sin apenas pronunciar palabra. De los preciosos ojos verdes de Shadi caían de rato en rato dos lágrimas. Inés le clavaba los ojos castaños, esta vez acompañados por una ancha sonrisa. 

Esos ojos habían reunido la fuerza y el poder de sacarla del infierno. 

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

(Relato escrito a partir de la ilustración).

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