Tenía cuatro hijos. Nati sabía que no aguantaría un nuevo parto. La matrona que la atendió en el cuarto se lo dijo bien claro: «Natividad, no tengas más hijos, arriesgas tu vida». Y en caso de que no la pierda en el parto, pensó Nati, no podré atender a mis hijos, enfermarán o enfermaré yo o quién sabe lo que ocurrirá. Ya era bastante penoso sacar adelante a los cuatro, con un padre que apenas trabajaba. «Si me vuelvo a quedar preñada, me tiraré por un puente y dejaré de sufrir», le dijo muy seria una tarde a la vecina.
Durante unos cuantos meses, Nati logró zafarse de su hombre por las noches, pero llegó un momento en el que no pudo poner más excusas. Él no creía una palabra del consejo de la matrona. «Palabrerías de curandera barata. Tú estás perfectamente». Y se quedó embarazada. No dejaba de llorar. Día y noche. La vecina, alarmada por la situación de Nati, temiendo que hiciera alguna tontería, removió cielo y tierra hasta que dio con una asociación de mujeres que podía ayudarla. En España todavía estaba prohibido el aborto. En otros países no. A través de la asociación, Nati consiguió la dirección de una clínica en Londres, el nombre de una mujer que había abortado allí y de otra que la podría acoger una noche en su casa. Era peligroso y caro, pero la asociación le proporcionó un dinero y la vecina puso el resto. También se hizo cargo de los hijos. Quería a Nati.
Patricia y Chelo —dos mujeres de la asociación— llevaron a Nati en coche desde su pueblo hasta el aeropuerto de Barajas. La dejaron en la puerta de embarque hecha un manojo de nervios. Pero no estaba sola. Dos chicas jóvenes compartían vuelo, una de ellas embarazada. Contactaron. Iban a la misma clínica.
Antes de salir de la terminal, Patricia se dio cuenta de que un hombre había estado observando todos sus movimientos. Y que las seguía. «No te vuelvas, Chelo, pero hay un hombre que nos sigue, ha visto que dejábamos a Nati en la puerta de embarque y que le dábamos dinero». Aceleraron el paso. El hombre también. Chelo entró en pánico: «Vamos a llamar a la policía». Patricia la miró sorprendida: «Él es el policía». Echaron a correr con el corazón en la boca. No miraron atrás. No sabían si las seguía o no. Llegaron al lugar donde tenían el coche. Un sitio solitario. Nada más arrancar, Chelo vio al hombre a través de la ventanilla. Apuntaba la matrícula. El aborto era un delito en España. En Londres no. Y ellas eran valientes.
En Londres, Nati pasó por un calvario. Al preguntarle en la clínica —a la que había llegado con las dos chicas andando porque no funcionaba el metro— quién le había dado esa dirección, dijo el nombre que llevaba apuntado, pero no la conocían. Seguramente había dado un nombre falso. No se fiaron. No podían hacerle el aborto. Se echó a llorar. La chica que iba de acompañante la vio perdida, agotada, desconsolada y decidió intervenir. Algo le dijo a la enfermera de la entrada que la convenció. Y Nati ingresó. Al día siguiente, la acompañaron a la casa que también llevaba apuntada, pero la mujer se había mudado. Un hombre mal encarado las echó con cajas destempladas. Nati volvió a echarse a llorar. Se sentía débil y abandonada, no hablaba inglés, no tenía dinero, le había subido la fiebre. «Tranquila, Nati, no llores». Las chicas la acogieron en el Bed and Breakfast que habían reservado para ellas.
De vuelta en su pueblo había tomado una decisión. Reunió a las vecinas de confianza y les propuso crear una asociación de apoyo a las mujeres que lo necesitaran, fuera lo que fuera. «Yo me salvé gracias a unas cuantas mujeres que pusieron el corazón por delante», aseguró.
(El aborto fue delito en España hasta 1985. No volvamos atrás)
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave

