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—No le tocaba —repetía él sin cesar—. Habíamos quedado que, una vez cumplidos los ochenta, ya estaría bien —explicaba él—, pero esto no era lo planeado.

Estaba perplejo, desconcertado, atónito, estupefacto. Movía sin parar las manos, nervioso. Caminaba con pasos cortos y rápidos. De pronto se paraba, nos miraba y regresaba al «no le tocaba». Era tal la incredulidad que mostraban sus ojos y sus palabras, su convencimiento de que lo ocurrido había sido una broma macabra del destino que nadie nos atrevíamos a contradecirlo. 

Ella se había ido de este mundo cuando le faltaban unos cuantos años para llegar a los ochenta. De repente. Sin avisar. Sin cumplir lo pactado. Por eso, él no conseguía asimilarlo. Con qué desfachatez se la había jugado la Parca. Lo pilló despistado y, cuando se quiso dar cuenta, ya se había largado con ella, dejándolo a él flotando en un inmenso vacío. Si se hubiera percatado de su presencia, si la hubiera visto venir, se habría agarrado a esa desvergonzada con fuerza para que se lo llevara también. Tampoco a él le tocaba, pero, al menos, se habría cumplido una parte del plan: juntos.

Juntos habían vivido desde hacía tantos años que había perdido la cuenta. Años luminosos como el sol del mediodía. Años grises como cielo de tormenta. Toda una vida llena de amor, incluso las broncas —que también las hubo— rezumaban amor. Hasta las paredes de la casa lo llevaban tatuado. 

Cuando él consiguió salir del estupor —le llevó muchos días tristes, plagados de negrura— decidió que no se iba a dar por vencido, que la muerte no le iba a ganar esa guerra. La primera batalla se la había cobrado, pero estaba decidido a luchar con uñas y dientes en las siguientes. Y la trajo de vuelta. A ella, al amor de su vida. Comenzó a hablarle bajito para no levantar sospechas. No estaba loco, es más, sentía que estaba más cuerdo que nunca. 

Le ordenó el taller en el que ella creaba, «es que lo has dejado manga por hombro», le reñía cariñoso. Clasificó sus fotos y sus libros, «porque no hay quien encuentre nada», le explicaba. Continuó ampliando la biblioteca de ella con los ejemplares que él tenía la certeza que ella habría adquirido, «mira, ya he conseguido este libro que esperabas», le informaba triunfante. Siguió elaborando con mimo las felicitaciones de cumpleaños como hacía ella, «bueno, ya sé que tú lo harías mejor», se disculpaba. Celebraron juntos los cumpleaños y aniversarios. Se desdobló. Ella seguía viviendo con él en aquella casa cuyas paredes tenían tatuadas todas sus emociones y su pasión.

Y ganó.

Entonces comprendí aquel poema de Quevedo: Amor constante más allá de la muerte, que termina con estos tres maravillosos versos:

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, mas tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

 

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

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