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peces_relato junio

Apenas cuatro días. No disponían más que de cuatro días con las bombas en silencio. Habían anunciado un alto el fuego, breve e incierto, pero se tenían que agarrar a esa frágil esperanza para seguir viviendo, sobreviviendo más bien. Acababan de llegar a Deir al Balah, huyendo de la barbarie, del dolor, de la pena por la pérdida de todas las personas queridas. Todas muertas menos ellas tres: Salwa, la abuela, cuyo nombre, como una broma cruel, significa paz; Aisha, la madre, el significado de su nombre, vida, es a la que se agarran con uñas y dientes y Nayla, la de los ojos grandes y la más guapa de las tres. Sus cinco hermanos ya no existen, los eliminaron en la escuela; a su padre lo alcanzó uno de los primeros bombardeos y el abuelo —por suerte para él— no tuvo que ver el espectáculo dantesco al que quedó reducido su pueblo, una grave enfermedad se lo había llevado unos años antes. Sin noticias del resto de la familia.

Están exhaustas. Delante de ellas se extiende el mar Mediterráneo. Al fondo de este maravilloso mar, de luz inigualable, deben de correr ríos de sangre. Pero la playa está abarrotada de gente que no mirará el fondo, que quiere aprovechar cada segundo de sus vidas. Un montón de niñas y niños, tratando de olvidar el horror que les persigue allá donde vayan, juegan en el agua, saltan, ríen y se divierten. Tienen cuatro días, dicen, si es que lo cumplen. 

A Nayla le gusta nadar. Por el camino se encontró un par de aletas abandonadas, seguro que de alguna niña que ya no las necesitará más. Las guarda como un gran tesoro. Mira a su madre, después a su abuela. Le dan permiso: «no te adentres mucho», le aconseja la madre. Aisha era enfermera cuando se podía trabajar, antes de que destruyeran su hospital y tuviera que salir huyendo con su madre y su hija. La abuela Salwa transporta una bolsa repleta de hierbas medicinales que han ayudado a calmar el dolor y la ansiedad durante el camino, pero no han servido para despistar a la muerte inevitable.

Dejan a un lado los bultos que acarrean —que van disminuyendo en cada una de las tres veces que han tenido que moverse—, se sientan en la arena observando a Nayla que se está poniendo las aletas en la misma orilla.

—Acabo de oír que ha llegado un camión con provisiones cerca de aquí —dice en voz baja Aisha—. Quédate con la niña. Voy a ver si es verdad. 

La abuela la mira aterrorizada.

—Volveré, no te preocupes —afirma muy segura—. Con comida o sin ella, pero volveré.

Sonriendo, le da un beso a su madre, le acaricia una mano y sale corriendo. 

Mientras, Nayla está feliz. Nada con los peces. Dentro del agua no hay bombas, ni se oyen los gritos desgarrados, ni se ven piernas y brazos amputados. Los peces no saben lo que es el horror y nadan despreocupados, escoltando a Nayra.

Aisha tarda dos días en volver. La abuela y la nieta se han refugiado en una cueva y la esperan abrazadas, temblando de miedo. Al atardecer del segundo día de ausencia, Nayra la ve venir cargada con dos bultos. Corre hacia ella, la abuela detrás. Se abrazan las tres, llorando. Aisha se derrumba, lleva horas caminando tras forcejear a muerte por las provisiones. Ha conseguido algo de comida, algo de agua. En las manos y la cara rasguños y moratones, pero lo ha logrado. Una idea se le ha incrustado en la cabeza: sobrevivirán, aunque le cueste la vida.

El último día del alto el fuego, Nayra vuelve a colocarse las aletas y se zambulle en el agua. Sus peces la esperan. Ese día han llegado los más bonitos, los de color naranja, y la siguen como si ella fuera también un pez. «¿Y si me quedo a vivir en el fondo del mar?, aquí no me alcanzarán las bombas», va pensando Nayla mientras aletea con todas sus fuerzas.  

Aisha y Salwa no le quitan ojo. Ese día serán felices, aunque les cueste la vida.

(A todas las niñas y niños de Gaza que les han arrebatado la posibilidad de nadar con los peces)

 

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

(Relato escrito a partir de la ilustración).

 

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