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Charlotte llegó tarde a la primera sesión del congreso que se celebraba en su país y cuyo inquietante título era El feminismo como respuesta ante los conflictos bélicos. Demasiado pretencioso, pensaba Charlotte, e incluso ingenuo para unos tiempos convulsos en los que nadie tenía la fórmula del antídoto ante tanta irracionalidad; en los que el tema económico estaba muy por encima de los seres humanos; en los que ganarían los de siempre y perderían los de toda la vida, sobre todo, las mujeres, se diga lo que se diga, pensaba Charlotte.

El lugar donde se celebraba el congreso —utópico, pensaba Charlotte— se hallaba fuera del ruido, alejado de todo, en mitad del campo, de un campo verde y tranquilo neozelandés, en un inmenso caserón de amplios salones y muchas habitaciones sencillas con solo lo imprescindible. Habían acudido mujeres de varios países, de organizaciones feministas internacionales, invitadas por la Acción Feminista de Auckland.

Al entrar en el salón donde estaban ya reunidas, lo primero que le llamó la atención a Charlotte fueron dos pequeños grupos de tres o cuatro mujeres. Estaban en las esquinas más alejadas del salón, mirándose recelosas. Uno de los grupos procedía de Palestina, el otro de Israel. En ese momento tenía la palabra una israelí, Avigail.

—Lo que quiero decir es que Palestina es nuestra tierra prometida y, por tanto, tenemos derecho a vivir en ella. Es nuestro anhelo y el de nuestros antepasados.

—¿Y quién os la prometió si allí vivimos los palestinos? —contestó airada Amira, de Palestina.

A partir de ahí comenzaron a sucederse preguntas y respuestas quitándose la palabra, que subieron el tono del debate. Las traductoras no daban abasto. No era posible llegar a ningún acuerdo, entre otras cosas porque la relación entre el pueblo de Israel y el palestino era de una complejidad histórica que superaba con mucho los ingenuos argumentos que se estaban esgrimiendo, por una parte y por la otra.

De repente intervino Charlotte. Tomó la palabra sin pedirla y comenzó a hablar de una forma tan rotunda que se hizo el silencio. En cuatro frases afirmó que la resolución de semejante conflicto histórico se encontraba muy por encima de sus posibilidades. Que lo que allí estaban reflexionando era cómo podía contribuir el feminismo a paliar la desgraciada e indecente situación en la que se encontraban en ese momento, el abominable genocidio.

—Vamos a centrarnos en Gaza: en la destrucción, en la matanza de personas inocentes, en la hambruna, en la falta de humanidad. Las mujeres que estamos aquí creemos en la revolución feminista, la única revolución en la historia que no ha derramado una gota de sangre. ¿No sería mejor pensar en eso que discutir sobre la propiedad de esa tierra? No nos dejemos engañar por las ambiciones políticas y económicas, queridas amigas. Nosotras apostamos por la vida humana, tenga el color que tenga y venga de donde venga. Propongo una revolución pacifista en medio de esta locura armada. Las mujeres somos más, no lo olvidéis —concluyó.

«La soflama que acabo de lanzar es ingenua con ganas», pensaba Charlotte para sus adentros, «esto no va a ninguna parte». Y, de pronto, las palestinas se quitaron el velo, se dirigieron hacia donde se encontraban las israelíes, estas se aproximaron también a ellas y se fundieron en un abrazo llorando. A partir de ese momento, el debate se tornó fluido y se decidieron numerosas acciones en cada uno de los diez países que allí estaban representados.  

Puede que no sirviera de nada, pero, ¿quién dijo que todo estaba perdido?

 

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

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