Necesitaba un descanso, no podía con su cuerpo. La vida le estaba robando la vida. Llevaba semanas repitiéndolo cada mañana al levantarse: «Esther, esta vida te está robando la vida». Había olvidado por completo toda la belleza de las primeras cosas que vuelven: las primeras nieves, el primer canto de las golondrinas, las primeras gotas de lluvia fresca, el primer grito de la chicharra. La rutina se la comía. Vivía de un modo que solo distinguía el cambio de estación cuando se tenía que poner o quitar el abrigo. Desde su mundo —ese mundo gris que la había rodeado sin enterarse— no se apreciaba el cambio de color de los árboles, ni se escuchaba el trino de los pájaros, ni se olía el aroma de las flores, ni se saboreaban los auténticos tomates, ni se apreciaba el tacto de la piel. Nada. Los sentidos habían desaparecido como por encanto.
Desde hacía un tiempo, le costaba conciliar el sueño. La oscuridad le ponía delante el dislate de vivir como un autómata. Y se asustaba. Pero el ritmo y la disciplina que se imponía desde el punto de la mañana borraban toda idea que no fuera la de trabajar rápido y correr de un lado a otro hasta perder el resuello. El final del día la encontraba exhausta, derrotada, sin fuerzas, con la energía agotada. La vida le estaba robando la vida.
Un luminoso día del mes de junio, percibió algo que la detuvo. Andaba a la carrera. Llegaba tarde a alguna reunión interminable, infinitamente aburrida y completamente inútil. Pero no pudo evitar pararse a comprobar qué había en el ambiente que la obligaba a detenerse y observar. Y entonces lo supo: el aroma de las flores de los tilos era tan penetrante que mareaba, pero un mareo dulce, embriagador. Y ahí mismo lo decidió: «me voy».
La playa de Famara en Lanzarote es una playa salvaje que despliega toda su belleza con la marea baja, cuando el agua forma una delgada capa sobre la arena y refleja el cielo y el risco como un gigantesco espejo. Esther ha alquilado una casita en el pueblo de La Caleta de Famara. Ha observado que, cuando la marea coincide con el atardecer aparece una de las estampas más bellas del mundo, la isla de La Graciosa recortándose en el horizonte.
Ha hecho montones de fotos. Y comprobado los tiempos. Ha aprendido que el momento más hermoso y sublime son los últimos treinta y seis minutos hasta que se esconde el sol. Esos treinta y seis minutos le están devolviendo la vida que la otra le había robado.
Lleva tres días viendo con alegría contenida a una mujer morena, el pelo negro volando al viento y un vestido vaporoso color de mar. La observa de reojo. Llega apresurada, los pies descalzos, a la misma hora, y se sienta a escasos metros de ella. Hoy no ha venido. Se acomoda en la arena con pena, la vista fija en el horizonte, no quiere perderse el milagro que cada día le ofrece el sol. Era bonito compartirlo con una desconocida. Las dos en silencio. Saber que alguien más ha comprobado los tiempos. Y que disfruta, como ella, de semejante prodigio.
Nada más sentarse, escucha a su espalda, muy cerca, una voz que susurra: «disponemos de treinta y seis minutos mágicos, somos ricas». Esther no se gira, pero sabe que es ella.
Y sonríe. Y llora.
@ElenaLaseca
Ilustración (acuarela): Mercedes de Echave