Verónica lleva el día entero con los nervios a flor de piel. Al punto de la mañana ha recibido una llamada de Héctor. Ha vuelto. Pero ella hasta la noche no puede ir a buscarlo.
—No te preocupes, pelirroja —la tranquiliza— tengo cosas que hacer en la ciudad. Te esperaré donde siempre.
— ¿Por qué no me avisaste ayer? —Pregunta Vero, visiblemente alterada— Podría haber pedido permiso.
—Te quería dar una sorpresa —contesta Héctor, con su habitual calma chicha.
Héctor es así. Va y viene sin avisar. Un espíritu libre que no da explicaciones a nadie. Vive saltando de ciudad en ciudad, de país en país. Mostrando su obra allá donde lo requieren. Y cuando vende unos cuantos cuadros, vuelve y se recluye en su casa de piedra, en su pueblo. Es su refugio, el lugar que lo calma, donde habitan sus musas. Donde vive Vero. La casa, a las afueras del pueblo, la heredó de sus padres, muertos en un accidente cuando él apenas salía de una dura y difícil adolescencia. De ese rincón apartado del mundo, surgen las mejores creaciones de Héctor. Las que luego venderá, por el precio que pida, en Londres, París y Nueva York.
Vero está enamorada de Héctor desde que tenía quince años. Desde el mismo momento que la llamó pelirroja. Ahora tiene treinta y dos.
— ¿Y te vas a pasar la vida esperando a ese artista que solo le interesan sus cuadros? —Le insisten sus amigas—, a saber la de líos que tendrá por el mundo.
— ¿Y os parece que en este pueblo hay un plan mejor? —Contesta Verónica—, además, a mí los líos que tenga por ahí me dan igual —añade molesta.
Lo que las amigas no saben es que si Héctor desapareciera de su vida, ella se moriría. Sin más. Y tampoco imaginan el miedo que pasa cuando va a recogerlo en el coche. El miedo que pasa desde que sabe que ha llegado. El miedo a tener cualquier pequeño contratiempo que le impida acudir a la cita. El miedo a tener un accidente en la estrecha carretera de su pueblo. Un miedo atroz que le hace temblar, que le encoge el alma y acelera el corazón. “¿Y si me mato y él me espera y espera sin saberlo?” Este pensamiento le impide respirar.
Todas las veces es igual. Desde el primer día que fue a buscarlo a la ciudad. Cuando ya tenía edad para conducir. Cuando ya sabía que su vida estaba irremediablemente ligada a la de él.
A las diez en punto de la noche, cierra el bar. El invierno se ha presentado sin avisar. Ha llegado acompañado por una espesa niebla que ha devuelto a casa a los cuatro clientes remolones.
Verónica sube al coche, pone en marcha el motor. Las luces apenas atraviesan la niebla. Temblándole las manos, enciende las largas. Respira hondo. Acelera. “En una hora estaré con él”, se repite tratando inútilmente de tranquilizarse.
Hector mira el reloj. Las doce. De pronto oye la sirena de una ambulancia. Está sentado en el pequeño restaurante frente al hospital. En el que cenan el primer día de su vuelta. En la misma mesa, junto a la ventana, mirando hacia la puerta.
Tiene un pálpito. Se levanta. Cruza la calle corriendo. Ve cómo sacan la camilla. Un mechón de pelo, pelirrojo, saliendo por debajo de la sábana blanca que tapa el cuerpo, lo deja claro.
Es Vero.