La intención era decir adiós. Para siempre. Pero el aire limpio, el sol brillando en todo lo alto y la gente joven del lugar asomándose al Danubio, nos lo está poniendo muy difícil. La primavera se ha aliado con el diablo para añadir pesar y abatimiento y desolación y congoja a nuestra partida.
Cada mañana miramos el cielo con la esperanza de ver alguna nube, cargada de agua, dispuesta a aliviar nuestro tormento. Y cada mañana contemplamos con estupor un cielo azul, que se ha venido desde el sur hasta el centro de Europa solo por hacernos sufrir. Nuestro ánimo pierde pie y nos agarra la tristeza que, hasta este momento, hemos mantenido a raya.
— ¿Y si retrasamos la marcha? —la idea es tentadora.
—Está ya todo organizado, no cabe retraso. Y, por otra parte, ¿qué ganaríamos? Prolongar la agonía, nada más —la realidad nos aplasta contra el suelo.
Los últimos paseos. Las últimas miradas. La última vez para todo. “Esta será la última cerveza que me tomo en este bar, la última vez que ando por esta calle, la última que compro el pan en esta panadería, que voy al mercadillo de los sábados, que cruzo el río por este puente, que contemplo la catedral, que…”.
Y a eso del mediodía, allí está él. En la terraza de siempre. En la mesa de siempre. Haciendo como que no pasa nada. Mirando la gente, como siempre, ante un gran vaso de café con leche. Nos ve, levanta la mano, saluda. Como siempre, haciendo como que no pasa nada. Y su presencia aumenta nuestra zozobra. No nos detenemos. Todavía no es hora de despedirse.
— ¿Y si nos quedamos? —la idea es tentadora.
Al caer la tarde, de nuestros últimos días, de nuestras últimas horas, los pies nos llevan al pequeño café de siempre. Han pasado los años desde la primera vez que, huyendo del frío intenso, nos refugiamos en él, pero nada ha cambiado. Las paredes de baldosas blancas, los asientos altos, la pequeña barra de mármol, la sonrisa de la camarera de turno. Todo igual. Entramos. El vino blanco italiano nos reconforta el alma. Y volvemos a reír.
Las últimas decisiones. “Esto lo tiro, no, lo guardo, o lo regalo, o me lo llevo, pero ya no cabe, ¿qué hago?…”. Las paredes de la casa nos miran como si no nos conocieran ya. La casa se prepara para recibir a la nueva inquilina. Ahora solo la querrá a ella. La hemos traicionado y no nos lo perdona. La terraza nos vuelve la espalda.
La despedida. Un sol radiante. La calle animada. Madres en bici, cargando niños. Padres andando, arrastrando niñas. Nuestro coche repleto de una vida en movimiento. Nuestra bici preparada para viajar sin que nadie la monte.
Él se aproxima, lentamente. Sonríe. El nudo en la garganta. El abrazo largo, interminable.
— ¿Y si volvemos a la casa? —la idea es tentadora.
—Imposible, ya no tenemos la llave.
—Pero yo volveré —dice ella.
—Y yo iré a verte —contesta él— “I promise”
El coche arranca. Con el brazo decimos adiós por la ventanilla, pero sin atrevernos a mirar atrás. Por miedo a convertimos en estatuas de sal.
Macamen
Nunca digas nunca , jamás.
Macamen
Nunca digas nunca , jamás.