Es efímero. Apenas dura un par de semanas. Pero tan intenso como aquel tórrido amor de verano que me emborrachó y mantuvo en éxtasis mientras duró, poco, como el aroma de los tilos, apenas un par de semanas. Pero fueron suficientes para comprobar que la vida continuaba latiendo en medio de un lugar desoladoramente frío en esos momentos: el fondo de mi alma.
A los pocos días, ese placer abrasador que invadía todos los poros de mi cuerpo, se alejó sin dejar más rastro que el recuerdo de una suerte de quemazón en la piel tras una prolongada exposición al sol. Su aroma se esfumó con él. Sin embargo, me agarré a la ilusión de encontrarlo al verano siguiente. Como el aroma embriagador de los tilos, que desde hace unos años vuelve de la mano del mes de junio. Sé que volverá en cuanto asome el verano.
Él no volvió. Nunca más. Y ya no recuerdo su aroma, ni su encantadora sonrisa que me cautivó. Por suerte, la sensación que me quedó en el cuerpo ha regresado este año ligado a la esencia de los tilos del Paseo Independencia. Cada día me dedico a pasear bajo sus ramas, arriba y abajo del paseo. Inhalando el hechizo que me devolvió a la vida. Y en una de las vueltas me he topado con una historia que me contaba mi madre.
“Cada domingo por la tarde, mis amigas y yo, cogidas del brazo —relataba mi madre—, paseábamos arriba y abajo del paseo para cruzarnos con los soldados, que ese día los dejaban salir del cuartel. La idea era hacer conquistas”.
La historia entera era que tenían un código por el cual se colocaba en la esquina la chica a la que le gustaba uno de los soldados. Ellos hacían lo mismo y, si al volver a cruzarse, se rozaban el brazo los que estaban interesados, es que había correspondencia. Así se hicieron novios una amiga de mi madre y un muchacho catalán que estaba haciendo la mili en Zaragoza. Impresionante.
Hace días que se ha desvanecido el perfume de los tilos. Pero regresará, este sí, el año que viene. Y yo evocaré viejas historias bajo los tilos. Aunque tú no vuelvas.