«Llevas muy mal arreglo, Carlos», la de veces que le reñiría yo por no comer sano, «como Dios manda» que habría dicho mi madre. Carlos se reía, con esa risa suya franca y ancha, y no hacía caso. Tampoco le importaba que le riñera, puede que hasta le hiciera gracia que ejerciera de madre siendo compañeros de trabajo. Y es que más días de los razonables, salía del trabajo y antes de llegar a casa, se paraba en el Galicia a tomarse unos torreznos. Y ya está. Comida concluida.
Me tranquilicé bastante cuando llegó su amor desde Córdoba. Ahora, pensé, comerá de forma decente. El problema no era que no supiera cocinar, era que estaba solo. Luego lo comprendí. Él hacía todo lo posible por comer en compañía y si no conseguía convencer a nadie, pues al Galicia, al barrio, a Torrero, donde seguro que encontraba a alguien. Y lo encontraba.
Carlos nació para vivir en grupo. Para compartir. Dominaba el arte de hacer amigos como nadie. Y de conservarlos. Y tenía un objetivo en su vida, claro y firme: ayudar a quien se le pusiera por delante, sin que se lo pidieras. Por que sí. Él también reñía cuando hacía falta. A todo bicho viviente. Y le daba igual estar hablando con la máxima autoridad de la ciudad o con los chavales de su barrio. Y el caso es que, aunque te plantara en plena cara lo que no hubieras querido escuchar, era imposible enfadarse con él.
Ayer, en su despedida definitiva y cruel, no dejé de pensar en otro día triste y dramático que quiero contar para que nunca se me olvide.
Nuestro amigo Eduardo se puso muy enfermo cuando estaba de vacaciones. Llevaba unos meses en un hospital de San Sebastián. Un domingo de septiembre decidimos ir a verlo, quizá a despedirnos. Las noticias que nos llegaban eran desalentadoras. Carlos apenas lo conocía, pero cuando se enteró del viaje que planeábamos esa tarde de domingo lo tuvo claro. «Yo os llevo, vosotros no tenéis cuerpo para conducir». Y nos llevó a San Sebastián y nos trajo —rotos, pues ese mismo día Eduardo murió— en una tarde. Él ni siquiera entró al hospital. Nos esperó para recogernos hechos pedazos. Fue nuestro chófer y nuestro consuelo en un viaje de vuelta para olvidar.
Ese era Carlos.