Dejaré a un lado el objetivo consumista del día de la madre. El engaño de una sociedad capitalista e insaciable que no sabe qué discurrir para que caigamos en el desenfreno de comprar y celebrar el día que sea, no importa cuál. Lo que importa es que quienes manejan esta sociedad de mierda —y ya perdonarán la expresión, carente totalmente de belleza lingüística, pero pertinente— ganen más y más y se vayan a la tumba forrados de un dinero que para nada les va a servir.
Dejaré todo eso a un lado, para centrarme en mi madre a la que, por cierto, tampoco le va a servir nada de lo que diga, escriba o haga ahora mismo, ni lo verá ni escuchará, ni sonreirá siquiera.
No está, no existe ya, en ninguna parte —aunque brindaré con un buen vino en su memoria—, se disolvió en un puñado de cenizas que esparcimos en un jardín de Torrero. Y tampoco existen ya las cenizas, se las llevó el viento.
Sin embargo yo me acuerdo de ella, muchas veces, en muchos detalles. Hoy, por ejemplo, acabo de acordarme de que, cada año, al comenzar mayo, yo le llevaba unas cuantas rosas, recién cortadas, que ella apreciaba como si de un tesoro se tratara.
—Estas sí que huelen bien —me agradecía— y lo que duran, no como las de las tiendas que a los dos días ya están mustias y no huelen a nada.
Por eso he cortado estas rosas, las primeras de esta primavera y las he puesto en un jarrón . Cada vez que paso cerca, cierro los ojos, aspiro y me acuerdo de ella.