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El paseo de los melancólicos

El calor es tan sofocante que le resulta imposible dormir de noche y vivir de día. Andrea suda y maldice al cambio climático o lo que quiera que sea que haya decidido arrebatarle el aire y la vida. 

Esa mañana se levanta a las cinco de la mañana, bañada en sudor y decide salir de aquel horno. Subirá a las montañas, a ese lugar del que tanto hablaba su abuela: Canfranc. Ese será su destino. En su ciudad y en su casa apenas queda una brizna de aire.

Mete cuatro cosas en una bolsa y conduce sin detenerse. El aire fresco de las montañas la devuelven a la vida. Andrea sonríe. Consigue la última cama que queda libre en el albergue. «Con este calor todo el mundo piensa en el monte», sonríe el chico del albergue. Ha tenido suerte. Deja las cosas y se va caminando hasta la Estación de Canfranc. Andrea siempre lo consideró un lugar mágico, no sabe por qué. Su abuela le hablaba del paseo de los melancólicos, ella nunca lo ha recorrido. Ahora le suena bien, también le ha agarrado la melancólica. El verano no solo está siendo tórrido. Está sola, herida por un amor imposible al que acaba de abandonar.

Ve la señal en el poste de madera: «Paseo de los melancólicos». Y se adentra en él. De pronto se acuerda de una leyenda que le contó su abuela. La abuela de Andrea vivió muchos años en Canfranc y contaba historias, asegurando que eran verdaderas, que Andrea jamás creyó. Una de ellas trataba de una peregrina judía que llegó a Canfranc en una fría y desapacible noche de invierno. Pidió alojamiento, pero nadie la socorrió. Ni siquiera el cura que estaba dentro de la iglesia. La peregrina los maldijo: dos veces los destruiría el fuego y, por último, el agua los arrasaría. En mil seiscientos diecisiete y en mil novecientos cuarenta y cuatro, Canfranc fue arrasada por dos graves incendios. De la maldición solo falta el agua. De momento, Canfranc no ha sucumbido bajo las aguas. Pero, si como afirmaba su abuela la leyenda es verdadera, ¿qué ocurriría si se desbordara la presa?

Un escalofrío le recorre la espalda. Acelera el paso. Tiene que llegar al pueblo cuanto antes. Está anocheciendo. De pronto, una risa espeluznante la detiene en seco. Levanta la vista. En la copa de un árbol, una mujer vestida de negro, sin dientes y con un bastón de peregrina la acucia para que se dé prisa: «Corre, corre. El Ibón de Ip sumergirá a este maldito pueblo en las aguas». Y, soltando una sonora carcajada, desaparece.

Andrea echa a correr. Cuando llega a la Estación no queda ni rastro de la melancolía. La ha sustituido el miedo.

@ElenaLaseca

Ilustración (acuarela):  Mercedes de Echave

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