Feli pasa todos los días por delante del colegio. Desde el autobús, que la lleva a casa a comer, se ve el patio de recreo. Hay una parada justo enfrente y, después, un semáforo que casi siempre lo pilla en rojo, para disgusto de Feli que está deseando llegar. A esas horas el estómago la acucia, desesperado.
Cuando el autobús llega a esa parada, el colegio y el patio están mudos. Hace rato que han concluido las clases. Feli sale muy tarde de trabajar. O salía, porque, desde la semana pasada, ha conseguido —después de mucho discutir con unos jefes nada flexibles— adelantar la entrada y la salida al trabajo.
Y, desde la semana pasada, se recrea viendo jugar a los niños y a las niñas. El primer día le chocó la distribución del patio: un grupo de niños jugaba a fútbol sala (ninguna niña); unas cuantas niñas, sentadas en el suelo junto a uno de los edificios, jugaban a algo o hablaban (ningún niño); y un tercer grupo jugaba en la cancha de baloncesto. En este último grupo todos eran niños, excepto una niña con coletas, a la que no pasaron el balón en el interminable rato que el autobús estuvo parado. A Feli le pareció reconocerla. Un poco más alejadas, tres o cuatro maestras charlaban animadamente.
El segundo día se fijó mejor: la misma distribución. Esta vez reconoció a la niña que jugaba a baloncesto sin tocar el balón. El tercer día fue idéntico, con la diferencia de que la niña baloncestista gritaba desesperada para que le pasaran el balón. El cuarto día, lo mismo, pero, esta vez, uno de los niños le dio un empujón y la tiró al suelo. ¡Falta!, gritó Feli ante el asombro de los viajeros. Pero el niño que hacía de árbitro no la pitó, ni la miró siquiera. La niña quedó en el suelo y el resto siguió jugando.
El quinto día, Feli se bajó del autobús. Encontró una puerta del recreo abierta, y se fue directa a hablar con las maestras. «Pero, ¿es que no van a hacer nada para que cambien las cosas?» Las maestras se giraron, sorprendidas. Sin comprender.
La niña de las coletas es su sobrina. Pero, eso no es lo importante.