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Anochece cuando llegan a Taganana. La playa está desierta. Un muchacho trata de trepar hasta la cresta de las olas con su tabla de surf. Se sientan sobre la arena negra sin preocuparse por el rastro que dejará en los pantalones. Están exhaustas.

—Tengo el estómago del revés con tanta curva —susurra Mar sin apartar la vista del océano—, pero esta maravilla merece un mareo.

Olivia sonríe. Durante un instante, aparta la vista de las inmensas olas para dedicársela a su novia que está como hipnotizada. El agua choca con rabia en las rocas. Se retira un momento y regresa con más fuerza, como queriendo escalar hasta la más alta, pero no lo consiguen. El chico es hábil, sortea las rocas.

—¿Y cómo dices que se llama esta playa? 

—El Roque de las Bodegas —vuelve a susurrar Mar.

Se tumban muy juntas, cogidas de la mano. Cierran los ojos, pero el frío y la humedad no les permiten permanecer mucho rato. Olivia se incorpora, ha perdido el espacio y el tiempo. No sabe dónde está. Tiembla. Mar la abraza. El abrazo de Mar es lo único que la calma cuando a menudo se extravía. El chico del surf está saliendo del agua.

—Vamos a la casa.

Mar se levanta, se sacude la arena. Olivia se agarra del brazo que Mar le tiende. Continúa desorientada.

—He sentido que me acariciaba una mano, pero no era la tuya, Mar. Era una mano suave, húmeda, gelatinosa, con escamas. 

—Vamos, anda, es tarde —la apura, Mar—. Vas a coger frío.

Olivia se resiste. Se ha vuelto hacia el mar. Las olas se van retirando poco a poco. Regresa la calma. Es una noche sin luna, oscura como boca de lobo. De pronto, da un grito.

—¿Has visto eso? Detrás de la gran roca —o roque o como se llame—, muy brillante, saliendo del mar. Es una sirena —afirma muy segura—, ¿no escuchas su canto?

Suelta la mano de Mar y echa a correr mientras se quita la ropa y se descalza. Se sumerge en el agua, la mirada fija en el horizonte oscuro.

—¡Será un pez! —grita Mar.

Pero Olivia ya no la oye. Cuando el agua le llega a la cintura, comienza a nadar. Nada deprisa. Mar duda, pero cuando deja de verla, se tira también al agua. Llama a Olivia a gritos. Ella no es tan buena nadadora como Olivia. Se detiene. Trata de descubrir a Olivia en la oscuridad. No la ve. Se ha disuelto en el negro. Escucha unas brazadas a su espalda. Se gira. Es el surfista que viene en su ayuda.

—No sigas nadando —le advierte—, no se ven las rocas y es peligroso. He dado aviso. Pronto vendrán a rescatarla.

La barca del guardacostas va y viene durante horas. Ni rastro de Olivia.

—Dijo que había visto una sirena —le informa Mar llorando al surfista.

—Por el pueblo se cuenta una leyenda —relata el muchacho—. Dicen que, hace años, la novia de un pescador se ahogó, pero nunca encontraron el cuerpo. Se convirtió en sirena y en las noches sin luna, se encarama al roque más alto desde el que entona una triste canción por el amor perdido de su pescador. Algunos dicen haberla visto. Y también dicen que si te vas detrás de su canto te arrastrará hasta el fondo y no saldrás jamás.

A Mar se le corta el llanto. 

—Tú no creerás eso, ¿no? —pregunta angustiada.

—Yo nunca la he visto ni la he oído —responde muy serio.

A la mañana siguiente, el mar ha arrojado a la playa del Roque de las Bodegas el cuerpo sin vida de una hermosa sirena. En el dedo anular de su mano derecha brilla el anillo que Mar le regaló a Olivia en su último cumpleaños.

El grito de Mar desgarra las montañas de Anaga.

 

@ElenaLaseca

  

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