El sonido de aquellos tacones me aterraba. Llegaba de improviso, cuando menos lo esperaba, en mitad de nuestros juegos infantiles. El golpeteo en las baldosas del pasillo me arrojaba de golpe fuera de la fantasía de un fuerte apache o de la última canción del trío musical que formábamos mis hermanos y yo.
Aquel soniquete anunciaba la llegada del personaje más odiado de nuestra infancia. En cuanto lo escuchábamos, se detenía el mundo. Los indios y vaqueros del fuerte apache interrumpían su batalla; la guitarra y la batería de cacerolas y sartenes, arrumbadas en un rincón; la cesta de «La Violetera», mi canción favorita y estrella de nuestro repertorio, abandonada a su suerte. El aliento contenido.
Tras la parálisis del primer impacto, corríamos a escondernos bajo la mesa camilla. Sin pronunciar palabra. Temblando de miedo. Si, por suerte, era verano, nos acomodábamos en el hueco del brasero. Las faldas de la mesa camilla eran nuestro manto protector. Bajo aquella mesa, agachados y con los brazos sobre la cabeza, anhelábamos desaparecer.
Atenazados por el pánico, escuchábamos cómo los malditos tacones se acercaban. El más valiente de los tres, levantaba con cuidado una punta de las faldas con la esperanza de que pasaran de largo, de que se dirigieran a otro lugar de la casa, de que indultaran al cuarto de estar de nuestros juegos y conciertos.
De repente, el sonsonete paraba. Tres pares de ojos contemplábamos con estupor unos gastados zapatos de salón y tacones puntiagudos. Y comprendíamos que la mesa camilla tampoco nos había salvado esa vez. Uno de nosotros estaba condenado. Solo quedaba adivinar quién. Y casi siempre era yo la sentenciada.
La practicante ―«señora tocina» , bautizada por nosotros― era implacable. No tenía piedad. Abría su maletín, sacaba un estuche de metal, introducía en él una enorme jeringuilla y una aguja, las rociaba con alcohol, las quemaba y, sin esperar a que se enfriaran ―sus manos eran tan insensibles como su corazón―, las agarraba, pinchaba el frasquito de líquido blanco y se giraba hacia mí, triunfante. A esas alturas estaba yo llorando a lágrima viva, agarrándome a mi madre que, muy a su pesar, hacía lo posible por bajarme las bragas y exponer un trozo de mi culo para que la señora tocina lo agujereara con saña. Sin contemplaciones, con brusquedad.
Nuestros lloros y moratones llegaron a ser tan insoportables para mi madre que decidió poner fin a esa tortura. Aprendió a poner inyecciones y despidió a la practicante tocina. Por suerte para mi que, a causa de una enfermedad pulmonar, me tuvo que pinchar durante un año entero. Y lo hacía con tanta destreza, delicadeza y amor, que no volví a sentir dolor.
En aquella casa ya solo se escucharon los tacones de mi madre. Y esos no nos asustaban, ni nos enviaban bajo las faldas de la mesa camilla.
No recuerdo si se lo agradecí bastante, pero fue una de las mejores decisiones que tomó en su vida.