Hace dos años que cuelga el cartel de «SE ALQUILA» de la casita de enfrente. Ariadna mira cada mañana con la esperanza de que haya desaparecido el cartel. Los últimos inquilinos eran personas discretas y educadas con los que apenas había intercambiado unas cuantas frases hechas. «Buenos días». «Parece que el tiempo va a cambiar». «Que tengas un buen día». La trataban de tú, lo cual la hacía sonreír. No iniciaron una relación más allá de una cordial vecindad. Pero estaban ahí. Y la luz del porche permanecía encendida toda la noche. Y eso era suficiente para Ariadna. Estaban ahí siempre. Incluso los largos meses de invierno, cuando el resto de habitantes de la pequeña urbanización (siempre le chocó la palabra «urbanización», se le antojaba como querer ser lo que no es más que un grupo de casas sin talento y sin gracia) desaparecían sin dejar rastro hasta el verano siguiente.
Desde que los vecinos de enfrente se fueron, Ariadna se quedaba sola, añorando la luz del porche. Desde su casa no se ve el mar, pero lo intuye. Y sabe que desde la de enfrente sí se ve.Un frío día de noviembre toma una decisión: alquilará ella la casa. Pondrá la suya en alquiler y verá el mar. Pero antes de marcar el número que se sabe ya de memoria, mira por la ventana. El cartel ha desaparecido y en la puerta está aparcada una furgoneta. Sale precipitada, sin ponerse el anorak. Una ráfaga de viento le recuerda el mes. Pero no retrocede. La puerta de la casita, desde la que se ve el mar, está abierta.»¡Hola! «. Un joven moreno, cargando una caja, se asoma. «¿Siempre hace este frío? “, pregunta sin saludar. «No, solo en invierno», contesta Ariadna tontamente. El joven deja la caja en el suelo y se echa a reír. «Perdona», alargando la mano, «no me he presentado: «me llamo Ari, de Aristides». «Bienvenido, yo soy Ari, de Ariadna». Las carcajadas se estrellan en las paredes todavía vacías. «Es una señal», piensa Ariadna.
Verá el mar.