«El olvido forma parte de la vida”, leo a Theodor Kallufatides, en «Otra vida por vivir». Puede que el estupendo escritor griego tenga razón. Sin embargo, hay momentos que no se te olvidan jamás. Uno de esos momentos que permanecen intactos en mi memoria, me lleva a un inmenso jardín alemán, allá por los años setenta del siglo pasado.
Estoy en Urach, una encantadora ciudad alemana que por la noche es lo más parecido a una postal de navidad. Estamos jugando un famoso torneo veraniego de balonmano. Somos tantos equipos que no hay suficientes plazas de hotel para todas las jugadoras. Y los habitantes de Urach, amablemente, ofrecen sus casas para alojarnos. A mí me ha tocado una casa señorial, en medio de un jardín que más parece un bosque. En ella vive una pareja de simpáticos ancianos que, para mi desgracia, solo hablan alemán. A duras penas me puedo entender con ellos cuando me conducen por la casa hasta la última planta. Con una sonrisa y hablando sin parar, como si yo comprendiera algo, me señalan un cuarto, abuhardillado, que, en algún momento, debió de ser el cuarto de los niños o de juegos, quizá.
Me acuesto cansada tras los partidos y duermo profundamente entre paredes decoradas con papeles pintados a rayas azules y dibujos infantiles. Me despierto temprano. Es sábado y no tenemos partido hasta primera hora de la tarde. Me doy una ducha, me visto y, con mi larga melena mojada por primera vez en mi vida —mi madre jamás me hubiera permitido salir sin secarla—, bajo las escaleras y me voy tras el sonido de unas voces que llegan desde el impresionante jardín.
La visión de esa mañana fresca de un verano alemán, me paraliza en el sitio. En mitad de la pradera, una mesa cubierta por un mantel blanco y adornada con flores silvestres. Sobre la mesa, cuatro tazas con sus correspondientes platos decorados con flores, cucharitas de plata, vasos, un par de jarras con zumo de naranja recién exprimidas, una cafetera y una tetera a juego con las tazas, jarritas con crema de leche (también a juego), bandejas llenas de fiambres, fuentes con fruta, varios tipos de pan, bollos, mermeladas de tres o cuatro sabores, mantequilla y en cada sitio una copita de acero inoxidable con un huevo pasado por agua, que yo, entonces, no tenía ni idea de cómo comérmelo. A la mesa están sentados los viejitos y un hijo que ha venido a pasar el fin de semana con papá y mamá y que, por fortuna, habla perfectamente inglés.
Nada más verme aparecer, el hijo se levanta indicándome mi sitio, a su lado. Aliviada por poder comunicarme, al fin, doy cuenta del exquisito desayuno diciéndome que eso y no otra cosa, es la felicidad: un desayuno en un jardín, en una agradable mañana de sábado, en compañía de tu gente. Y me prometo a mí misma que no pararé hasta conseguirlo.
Cuando, desde hace unos cuantos años ya —y muchos después de aquel desayuno en Urach—, me siento los sábados del verano a desayunar, disfrutando del aire fresco de la mañana, me invade un infinito placer.
A veces, los sueños se cumplen.