Begoña era la más pequeña del grupo —de estatura, pues todas tenían la misma edad—, la más seria, la más responsable y la más tímida. Y, a causa de su timidez, odiaba salir a la pizarra a contestar las preguntas de la maestra o a leer en voz alta. Y eso que siempre sabía las respuestas y leía con soltura y buena entonación. Pero, en cuanto la maestra levantaba la mirada y comenzaba a avanzar por el pasillo con el libro de lectura en mano, echaba a temblar, cerraba los ojos y deseaba con todas su fuerzas que pasara de largo. Hasta que sentía ese penetrante y empalagoso perfume y, abriendo los ojos, temerosa, veía los zapatos grises de cordones, que no abandonaban jamás los pies de la maestra, pararse junto a su mesa.
—Continúa tú, María Begoña, desde aquí —le señalaba con el dedo índice.
Y Begoña se levantaba despacio, con rencor disimulado por tener que leer en voz alta y por que la llamara María Begoña, sabiendo que a ella le gustaba el nombre de Begoña, así, desnudo, sin el acompañante de María que también detestaba.
Y por eso no se alegró, como sus compañeras, por ser una de las elegidas para representar el cuento de La cigarra y la hormiga. Pero de nuevo disimuló y mostró un entusiasmo que no sentía solo por complacer a su madre, que estaría encantada al ver a su tímida hija superar sus miedos sobre un escenario.
Comenzaron los ensayos. Ella era una de las insignificantes y laboriosas hormigas. Cigarra, solo había una y era el papel que más le gustaba a Begoña, pero entendía que lo representara Andrea, la niña más alta y con más desparpajo de toda la clase. En cada ensayo, Begoña la miraba embelesada. Y observándola a ella, fue superando el miedo que le encogía el estómago. Y, poco a poco, le encontró la gracia a eso de hacer teatro. Sin embargo, se le apoderó una aversión irracional por las hormigas. No se divertían jamás y estaban siempre como enfadadas, todo lo contrario de la cigarra Andrea, que cantaba alegre y reía sin parar.
Y cuando más contagiada estaba del entusiasmo teatral, sucedió el incidente. Margarita, su compañera de pupitre, no participaba del cuento. Estaba castigada por algo que Begoña ni recordaba. Y, Margarita, envidiosa por naturaleza, se inventó un chisme. Acusó a Begoña de haberle escondido el cuaderno de las cuentas, motivo por el cual no había podido hacer la tarea encomendada por la maestra.
—Yo no se lo he escondido —se defendía Begoña, atónita por la acusación.
Pero el cuaderno apareció dentro del pupitre de Begoña y fue la prueba que no supo explicar ni rebatir.
A Begoña le quitaron de golpe el papel de hormiga, la alegría de ver cada tarde actuar a la cigarra Andrea, la oportunidad de demostrarle a su madre que estaba superando sus miedos y la fe en la justicia. A sus siete años.
Ha pasado mucho tiempo y sigue odiando a las hormigas. Por aburridas, envidiosas y gregarias.