The Chain Revisited
“Et in Arcadia ego”
(Parte 1: la propuesta… de Nacho)
—Escucha, te propongo una cosa…
La expresión de mi hermana Elena dejó traslucir una leve inquietud ante mi repentino anuncio.
—No te preocupes, no estás obligada a nada. Es solo si te apetece.
—Dime, dime —sonrió.
Haré un inciso antes de escribir lo que le propuse, algo distinto de lo que en un primer momento pensé hacer.
Todo surgió en uno de esos paseos míos por Zaragoza, “buscando acaso un encuentro que me ilumine el día”, que diría Sabina. Y el encuentro se dio con un cartel de SE VENDE pegado en el portal de la casa donde viví mis primeros diez años. Tal vez vendan, imaginé, el mismo piso que mis padres alquilaron recién casados, ese segundo izquierda sin ascensor (ahora ya lo tiene) que llegó a contener la vida doméstica de seis personas: papá, mamá, mi hermano, mi hermana, yo y aquella tata tan pintoresca venida de Sos del Rey Católico. Sería chulo hacerme pasar por un potencial comprador y volver a pisar esos suelos, escrutar los viejos rincones, mirar por esas ventanas que daban y dan a dos calles y, sobre todo, sentir de nuevo el sol de mi niñez entrando por ellas. Seguro que mi hermana, que es escritora, sabría reflejar con maestría y calidez la experiencia de revisitar ese lugar sagrado de nuestra infancia.
¡Claro, eso es!, me dije. Voy a proponerle a Elena que simulemos ser dos interesados en comprar ese piso. Así ambos disfrutaríamos de aquellos recuerdos y ella podría recrearlos con su arte. El próximo día que la vea, se lo digo.
Pero le dije otra cosa:
—Quisiera que escribiéramos algo a medias.
***
(Parte 2: la respuesta … de Elena)
Cuando sueño que todavía vivo con mis padres, el sueño transcurre en el segundo izquierda (sin ascensor) de la calle La Cadena número treinta y uno. Es como si la única casa que mi mente identifica como propia y auténtica fuera ese piso. Todas las que he habitado después no cuentan. Mi cerebro —y también mis sueños y mi corazón— se quedaron ahí para siempre, al calor del sol.
Transito por el sueño. Nada más entrar, me recibe una silla de madera. A la derecha está la habitación de los padres: cama, armario y mesillas de madera, fabricados por un ebanista amigo que quizá Nacho se acuerde del nombre. Lamentablemente no pudieron mudarse con nosotros, los marcos de las ventanas procedían de escombros y la carcoma de las ventanas invadió todos los muebles de la casa.
Durante los catorce años —¿o fueron trece?— que yo viví en ese piso modesto, asistí a varios cambios. Al principio la casa contaba con un comedor y un cuarto de estar, presidido por un parque de juegos para niños, inmortalizado en una foto por Quique Borrajo. Al fondo del pasillo en forma de ele se encontraba la única habitación interior. Su ventana daba a un patio de luces con vida propia que merece un relato completo. En esta habitación dormía en una cama turca la peculiar tata de Sos del Rey Católico. No fue la única, con nosotros vivieron varias, al menos cuatro que yo recuerde, dos parejas de hermanas. Pero la historia de las tatas también daría para un relato completo. Solo diré que la última era la más singular de todas. Nacho decidió ir solo al colegio a los nueve años porque le daba vergüenza ir con la tata a la que ya sacaba un palmo.
Una minúscula cocina y un baño pequeño completaban la casa. Mis recuerdos se remontan al día que nació mi hermano Nacho. Durante un tiempo, mi hermano mayor y yo dormíamos en el mismo cuarto de mis padres, uno a cada lado, en cuna y capazo respectivamente, pero la llegada de Nacho acabó con el cuarto de estar, que se convirtió en nuestra habitación. El comedor pasó entonces a ser el lugar donde transcurría toda nuestra vida: comíamos, jugábamos y escuchábamos la radio. Una mesa camilla con brasero lo soportaba todo. Hasta que no teníamos edad —quizá Nacho se acuerde de cuál era esa edad—para comer en la mesa camilla, comíamos en una mesita baja. Los hábitos y normas de la casa requerirían, así mismo, un capítulo aparte.
La siguiente adaptación de la casa a nuestras necesidades coincidió con que Nacho abandonó la cuna. A mí me trasladaron a la habitación de la tata. Yo dormía en la turca y ella en una plegable. Por el día ambas quedaban ocultas. Lo mismo ocurría con las camas de mis hermanos: salían de un armario de noche y de día se recogían. Yo tenía envidia de mis hermanos, porque compartían habitación y podían hablar por la noche, por eso estaba encantada con tener de compañera de cuarto a la tata, que me contaba historias de su pueblo y me hacía cosquillas en la espalda.
Finalmente, y cuando la última tata ya no dormía en la casa, se produjo un cambio de cuartos y de muebles que coincidió con la reforma definitiva de la casa —por no hablar de los cambios en la cocina que también fueron unos cuantos—. Un carpintero realizó a la medida los muebles para la habitación de mis hermanos (la que había sido mía y de la tata) y para la mía. Muebles con estanterías, armarios y camas escondidas, del suelo al techo para aprovechar el espacio. El mío contaba también con una especie de escritorio abatible para estudiar. Para los deberes de mis hermanos se adquirió una mesa redonda y sillas de skay. A mi cuarto llegó desde Oviedo un gran armario ropero, heredado de una de mis tías.
Lo que vivimos en el segundo izquierda de la calle la cadena treinta y uno alcanzaría para un bonito cuento —¿a dos manos?—.
Y sí, me encantaría hacernos pasar por posibles compradores del piso.
***
(Parte 3: rumiando … de Nacho)
No pensaba hacerlo. Como casi todo lo que hago. Pero me desperté rumiando el olvidado nombre de aquel ebanista que cita mi hermana y poco a poco, sin abrir los ojos, se fueron encadenando los recuerdos. Así que luego, al levantarme por fin, los transcribí de corrido para añadirlos como un tercer eslabón a este texto, cuyo título decidí cambiar de “Infancia Revisitada” a “Retorno a La Cadena”.
La Cadena era y es, como dice Elena, la calle en que se encuentra aquel nuestro primer hogar. Leí en un libro que su nombre responde a que por esa travesía discurría la cadena que limitaba la judería extramuros de la ciudad. Según el libro, era solo una hipótesis entre otras, porque el pasado siempre admite varias, sobre todo si se trata de la propia infancia.
Antes de incorporarme, la cadena de imágenes recordadas trajo esta mañana a mis ojos, aún cerrados, el fotograma del ebanista olvidado como una figura recia, amostachada —¿puede ser, quizá lo sepa Elena, que trabajara para los Maruvik?—, de manos currantes. Me alcanzaron dos nombres para casar la imagen: Daniel y Ezequiel, aunque más que ebanistas se me antojaban como unos profetas bíblicos que venían a visitarme a las seis de la mañana.
“No hay libertad sin cadenas, no hay libertad sin cadenas”, empezaron a cantar Daniel y Ezequiel, como dos jarchas setenteros. Cierto, pensé. Aunque seguramente lo es en un sentido distinto al de la canción, pues las cadenas, además de límites, significan relación y ¿no es cierto que necesitamos relaciones para huir de lo absoluto y recorrer nuestros pequeños caminos de libertad? Vaya, me puse filosófico tan temprano…
¡Lizalde!, me vino de pronto.
***
(Parte 4: la visita … de Elena)
¡Exacto! Lizalde era el nombre del ebanista, que es mucho más que carpintero. San José era carpintero, dicen, pero ser ebanista es ser un artista. Me recuerda al ébano, madera noble. El carpintero era el que hizo los últimos muebles y sí, creo que había trabajado para Maruvik.
El barrio está tranquilo a esa hora de la mañana. Nacho y yo hemos quedado con la chica de la inmobiliaria a las once y media para ver el piso. El piso que venden en la calle La Cadena número treinta y uno. Llego cinco minutos antes y recorro un tramo de la calle Reconquista —la casa hace esquina y da a las dos calles—. Justo donde Lizalde tenía su taller hay una tienda que pertenece al último tipo de comercio creativo que ha comenzado a proliferar por la ciudad. No recuerdo el nombre, hacen cosas de madera con jardines verticales. Al lado hay otra del mismo tipo de emprendedoras —en este caso bisutería—, creo que se llama Proko. Y enfrente de la casa, en la calle La Cadena, otra más. A Nacho le dejo la tarea de que ponga los nombres.
—¿Quieres que subamos por la escalera y así vemos cómo está? — me propone Nacho.
Pues está igual. La escalera no ha cambiado nada. Los mismos escalones gris oscuro, las mismas ventanas e incluso la misma barandilla. El hueco está tapado por un minúsculo ascensor, única mejora del inmueble. (Aunque para Nacho, esa supuesta mejora rompe el hechizo).
Han vendido nuestro piso, el segundo izquierda y no podemos verlo. Pero Carola, nos puede enseñar el primero izquierda que es el gemelo de unos escalones más abajo. Nos emociona entrar en nuestra casa más de cincuenta años después.
Qué corto es el pasillo. Yo lo recorría dormida. Tuve una época en la que era sonámbula y llegaba hasta la puerta de entrada. Allí me despertaba y recorría el pasillo de vuelta a mi cuarto, que se me antojaba larguísimo.
Han tirado un tabique. El que separaba mi último cuarto con el cuarto de estar. Han suprimido dos puertas y han creado un salón al que se entra directamente, un recurso de los últimos tiempos para ganar espacio, dicen.
—Lo que tiene este piso —nos vende Carola— es mucha luz, sobre todo en el salón, que da a las dos calles. Y mucho sol.
Tengo que aguantar la risa.
—No sabe usted bien el sol que tiene, señora, como para no poder vivir en verano, no le digo más —aparece mi madre, de pronto, a contestarle.
—Como las casas de enfrente no son muy altas —continúa Carola con su venta—, el sol se cuela e ilumina todo el salón.
—Y por eso en el segundo todavía el sol te castiga con más fuerza —mi madre sigue hablando—, que no quiero ni pensar lo que tuvieron que sufrir los del tercero.
Carola no se inmuta. Nacho y yo sonreímos divertidos.
Pero ahí se acaba la luz. Dando la vuelta al pasillo está la cocina. Pequeña, oscura, con un frigorífico desproporcionado tapando la ventana. Y la puerta comiéndose la mitad del escaso espacio.
—Mire, ¿Carola dice que se llama? —mi madre no se puede estar callada—, es que en la cocina había una puerta corredera, ¿me entiende usted?, de modo que no ocupaba espacio. Unas rueditas sobre unos rieles, que nos instaló mi cuñado, lo hicieron posible. ¡Ah! y el frigo en el cuarto de estar, que con lo grande que lo han dejado ahora les cabe de sobra. Nos cabía a nosotros, así que…
—La verdad es que no se puede acceder a la ventana para tender la ropa —trato de entrar en la conversación.
—Bueno —contesta Carola que no tiene ni idea de cómo llevar una casa—, se puede acceder al tendedor desde la otra habitación, la del fondo.
La cara de mi madre es un poema. Mueve la cabeza de un lado a otro. No le merece la pena contestarle.
Me asomo al patio de luces, la luna, decíamos entonces. Y se mantiene intacto, como la escalera. Cierro los ojos y me traslado al piso de arriba. En la ventana de enfrente a la que fue la habitación de mis hermanos nos está mirando Esperancita. Esperancita Santamaría.
Nacho la ha localizado.
***
(Parte 5: la visita … de Nacho)
Sí, localicé a Esperancita. Yo también, Elena, me acordé de ella en la visita. Lo hice al momento de llegar al portal de la casa para acudir a la cita con la agente inmobiliaria, con la ilusión de revivir la luz de nuestro segundo izquierda. Entonces recordé a nuestros vecinos de rellano, los Santamaría, y a la escena que se producía cada vez que yo entraba en su casa:
—Hola Nachito —saludaba nuestra vecina Doña Carmencita.
—¡Cuánto has crecido! Ya debes estar tan alto como Esperancita. Venid aquí que os medimos.
Yo, aunque tierno todavía, ya estaba iniciado en el manejo de lo ineludible y encajaba sin rechistar aquel peaje. Un pequeño peaje, una pequeña humillación de esas que, a lo peor, acaban por hacerse grandes.
—Ah, pues no, todavía te falta un poco.
La tal Esperancita, su hija, una niña de mi edad, me sacaba un trecho de altura, lo que era evidente para todos sin necesidad de hacerlo tan pornográficamente patente. Doña Carmencita, sin embargo, debía encontrar, para mi desgracia, un insano placer en aquel recurrente ejercicio notarial.
—Hala pues, os dejo con la tele.
Y es que, a la anterior, se sumaba una segunda humillación. Era la tele. Ellos tenían una, nosotros no. Y debíamos acudir al segundo derecha para ver el futbol o, en mi caso, los dibujos animados. La VHF (luego vino la UHF) era el sol de su casa, la estrella que les encumbraba por encima de quienes teníamos que conformarnos con oír la radio. Nuestra potente luz natural, aquella que nuestras ventanas a dos calles nos regalaban, era solo el consuelo de los pobres, mientras que su artificial luz catódica, enseña de su privilegiada posición, les otorgaba la apariencia de liderar el rellano.
Me quedó grabada desde la infancia la imagen un poco sombría de la familia de la derecha, supongo que deformada con el tiempo para realzar la luz de la nuestra, la de la izquierda. Así que al juntarme con Elena en el portal creció mi expectación, no ya solo por entrar en nuestro antiguo piso, sino por alcanzar el rellano y poder mirar a los dos lados para comprobar si mi querida fijación con la luz tenía allí su primera morada.
Intentando convocar a los recuerdos, propuse a mi hermana subir por la escalera para rescatarla y hacerle justicia, pues me había parecido desde el zaguán que el ascensor profanaba el hueco de aquella escalinata de nuestra niñez. Era como si la modernidad hubiera ocupado el sentido de ese espacio, relegándolo a lo funcional y violando un vacío necesario que empequeñecía la recordada dignidad del edificio.
Llegados al piso, mi visión fue justo la contraria. Aquí la actualización había trabajado en sentido opuesto, ensayando ese “concepto abierto” que derriba muros e integra espacios para engrandecer la visión interior del hogar. El resultado de esas dos transformaciones, y su evidente desproporción, amenazaba la armonía de aquella arcadia que aún conservaba en mi memoria, encaminando la visita hacia un incipiente desasosiego.
No conseguí hacerme con los recuerdos hasta que no abandonamos el “nuevo” salón y giramos hacia la diminuta cocina y el diminuto baño. ¡Qué gozada poder decir diminuta y diminuto! Ahora sí que podía volver a la dimensión de antaño, a esos espacios de tráfico imposible, contorsiones, protocolos para cerrar armarios y abrir ventanas, en fin, un sinnúmero de incomodidades que los pequeños sorteábamos con ligereza y los mayores lidiaban bajo el epígrafe: “cómo sacar una familia adelante”.
Al entrar en la cocina y empezar a reconocerme, la agente inmobiliaria, la tal Carola, nos expuso lo que ella tiraría para abrir un poco aquello. Me entristeció su propuesta, sobre todo porque pensé que yo, tal vez, haría lo mismo si fuera a vivir allí otra vez. Pero no, no viviré allí de nuevo (al menos, físicamente), aunque solo sea por no tener que tirar nada más. Incluso creo que volvería a levantar la pared que separaba el cuarto de Elena, de la sala de estar, para recrearlos.
Y por fin mi cuarto. En seguida quise ir a la ventana a ver la luna. Me refiero al patio interior, claro. Los dos sacamos las cabezas (casi nos damos un cocotazo) para escudriñarlo. Yo intentaba ver al colchonero-lanero vareando la lana, pero me parecía imposible que alguna vez nadie se hubiera podido revolver en un espacio tan exiguo. Aun así, creí escuchar sus golpes de vara.
Cuando salimos del piso cogimos el asfixiante ascensor. Sabía que el pequeño trayecto en esa cápsula del tiempo nos transportaría a la calle del siglo XXI, con las emprendedoras de Very Wood o Prokö Complementos (ya ves, hermana, que cumplo tus encargos) marcando nuevas tendencias desde los viejos locales.
Ya en la calle, una vez traspasado el portal, sentí que mi infancia quedaba mucho más atrás que cincuenta años. La situé allá en la noche de los cuentos, en uno de esos que puede que mi hermana me contara, aunque yo no lo recuerde, y que deseo que ahora invente para mí. Un cuento, o verdad, que pudiera haber ocurrido, o que quizá ocurrió, en aquella casa y en aquellos años.
Para que sea el broche precioso y necesario de esta Cadena.
***
(Parte 6: el cuento … de Elena)
Lo mejor son las mañanas que no hay al cole. En la calle La Cadena número treinta y uno, en el segundo izquierda, dos niños y una niña entre seis y once años, se están preparando para su juego favorito: “¿jugamos a conjuntos?”. Entre los tres forman un grupo musical completo. El mayor —el que más entiende de música— es el guitarrista y dirige la improvisada banda. La niña —que a esa edad ya alberga su vocación de cantante— sujeta fuerte con la mano derecha un micrófono de plástico amarillo del botín de los últimos Reyes Magos. Del brazo izquierdo le cuelga una cesta repleta de flores de plástico. El pequeño, a sus seis años, se queda pensando un rato y finalmente decide que será el percusionista. Agarra un par de tapes de cazuela y un pequeño tambor con el que acompañaron los villancicos las últimas navidades.
Comienza el espectáculo.
Desde la escalera, la madre escucha el estruendo del tambor, el sonido de una guitarra y la voz de su hija a grito pelao para dejarse oír por encima de la música. Se apresura. Quiere llegar antes de que sus hijos escandalicen a todo el vecindario. El último tramo de escaleras lo sube corriendo.
—¿Pero no sabéis que hoy es viernes santo? —les conmina apenas sin resuello.
La guitarra y la voz se detienen de golpe. Al pequeño le cuesta un poco más darse cuenta de la situación. Está de espaldas a la puerta y entusiasmado con el tambor.
—¿Y por qué no podemos cantar en viernes santo? —pregunta la niña con el ceño fruncido, contrariada por que le ha cortado el tema a la mitad.
—Además tenemos fiesta —añade el mayor para reforzar.
—Fiesta no es la palabra. Hoy no vais al cole porque ha muerto nuestro señor. Estamos de luto —explica con paciencia la madre, una vez que ha recuperado el aliento.
—¿Qué señor se ha muerto? —pregunta el pequeño abriendo mucho los ojos.
Nadie le contesta. Los hermanos, obedientes, empiezan a recoger los bártulos y la madre ya se ha ido a la cocina. ¡Con lo bien que les estaba saliendo su propia versión de “La violetera”!
Jugar a conjuntos es su juego preferido. Y, por eso, esperan pacientes a que resucite ese señor —lo cual, para su fortuna, ocurre dos días después— y lo celebran cantando. Ya no están de luto. Ya no hay problema de que los oigan los vecinos. Nadie se va a escandalizar.
Llevan un año ensayando un repertorio que ellos mismos han elaborado. El mayor tiene una guitarra nueva, que suena muy bien. La niña canta a capela, sin soltar su cesta. Y al pequeño le han traído los reyes una batería de juguete que suena mucho mejor que los tapes de las cazuelas y el viejo tambor.
Un nuevo vecino acaba de llegar al piso de abajo —al primero izquierda—. Por las tardes suele estar en casa y escucha a los niños de arriba. Al final se decide.
—Mire usted —le dice a la madre, que lo mira sin ocultar sorpresa—, sus hijos son buenos. Trabajo en la radio y ahora hay un concurso de canciones infantiles. Si no le importa, yo podría presentarlos.
Ganan el concurso cantando “La violetera”. La pena es que los oyentes no pueden ver a la niña repartiendo las flores de la cesta mientras canta.
La vida los lleva por diferentes caminos, el trío se separa, pero el destino —más pertinaz que la vida— los vuelve a reunir.
—¿Y si jugamos a conjuntos?
Acaban de grabar su quinto disco. “Los supervivientes de la cadena”, es el nombre de la banda. Se han convertido en el grupo de moda. Tienen contratados conciertos para los próximos dos años, en España y América Latina.
Nunca actúan en viernes santo.
***
(Parte 7: el cierre … de Nacho)
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