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Cuando él y su esposa llegaron, la vida en esta casa era pura algarabía, de día y de noche. Si lo que andaban buscando era paz y tranquilidad, este no era el lugar. Pero sí lo era si pretendían rodearse de chiquillería y una vecindad alborotadora, llena de vida y ganas de divertirse. Por la actitud de Arturo mucho me temo que, pasados los primeros momentos de euforia por el hallazgo —apartamento en la playa, precio razonable, no excesivamente grande, pero tampoco angosto, con un jardín en el que se elevaban orgullosos siete pinos y unas duchas salvadoras a la vuelta de la playa— le resultaba penoso tanto ruido.

Mientras se mantuvo joven, sano y con los hijos ya crecidos, soportó las tardes de risas, música adolescente, gritos de terraza en terraza, partidas de cartas nocturnas, bicicletas entrando y saliendo y balones chocando en las paredes. Pero a la misma velocidad que las canas pintaban de blanco su pelo, él perdía la paciencia. 

Y comenzó su cruzada particular. No estaba solo, un par de vecinos lo secundaron y entre los tres convencieron a la mayoría de la comunidad de propietarios. En el jardín de los frondosos pinos se sucedieron las prohibiciones en forma de cartel: «PROHIBIDO JUGAR AL BALÓN», «NO ENTRAR CON BICICLETAS», «NO SE PERMITE QUE LOS PERROS VAYAN SUELTOS»… 

Arturo, desde su balcón atalaya, vigilaba que se cumplieran las normas y regañaba a la chiquillería sin descanso, convirtiéndose en el guardián del orden y la compostura que ni mayores ni pequeños tenían intención de respetar en época de vacaciones, cuando el cuerpo se suelta de las ataduras horarias y exige moverse a su antojo, sin frenos.

Llegaron sus nietos y con ellos se aligeró el reglamento. Daban patadas al balón en el jardín convertido en patio; montaban en bici y levantaban la voz jugando en la terraza. Los compañeros de batalla se fueron. Quedó solo y sin ganas de seguir peleando. Se suavizó su carácter, se templó.

Hasta el año pasado recuerdo a Arturo con su barra de pan y su periódico, temprano en la mañana, coincidiendo después en el paseo: yo en la bici camino a mi sesión de yoga, él en su caminar lento pero constante para mantener en forma las piernas. Pero, sobre todo, lo recuerdo, a eso de las once o las once y media, sentado en el jardín —o patio— leyendo el periódico a la sombra de los pinos. En un maravilloso silencio, conseguido al fin.

Este verano la silla está vacía. Arturo se ha muerto. Las persianas de sus ventanas y terraza cerradas a cal y canto. Ya no me dará el parte meteorológico cada mañana.

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