La madre de Manu y sus hermanas pasaban todo el verano en Lekeitio, pero él no llegaba hasta primeros de agosto, cuando regresaba del campamento. Yo, en casa de mis abuelos, no veía acercarse el momento de verlo aparecer. Nos hacía falta Manu para organizar los juegos, las excursiones y las competiciones de salto de olas. El mes de julio transcurría lento y aburrido.
El año que cumplí los doce, agosto cambió de color. Al verlo aproximarse con su sonrisa de enormes dientes amontonados (apenas podía meterlos en la boca), me dio un vuelco el corazón. Y a él también (me confesaría después). Nos separamos el quince de septiembre, un día antes de que comenzara el curso.
El servicio de correos llevó cartas de ida y vuelta entre Barcelona y Zaragoza durante todo ese curso, y el siguiente, y el otro. Pero, de repente, se cortó la comunicación. Y se acabaron los veranos de juegos, excursiones y salto de olas. También las cartas.
Doce años después, un Manu de veinticuatro, (con los dientes impecablemente colocados dentro de la boca) hace su aparición en Lekeitio durante la fiesta del Carmen. Y mi corazón se vuelca de nuevo. Y el suyo también (me confesaría después). Nos separamos el último día de agosto. Él, con la ilusión de su primer trabajo. Yo, con el corazón partido en dos, regresé a mi rutina.
Esta vez solo una carta, para decirme que se casa con su novia catalana. Yo me quiero morir, pero “nadie se muere de amor”, me asegura mi madre. Y sobreviví. Y conseguí, además, vivir.
Han pasado veinticuatro (dos veces doce, me digo) y Manuel (ahora ya es Manuel) ha vuelto a aparecer, en el mismo pueblo de mar, durante la fiesta de agosto. “Siempre te he querido a ti”, me miente. “Teníamos doce años”, me río.
Pero me lo creo.