La hija pasa el tiempo entrando y saliendo de la habitación de su madre. «Si necesitas algo», «si te traigo más agua», «¿te cierro la ventana?», «¿te la abro?».
La madre contesta a todos los ofrecimientos de la hija negando con la cabeza, sin apenas abrir los ojos. Las últimas fuerzas que le quedan las tiene que reservar para seguir respirando.
Así pasan la primera semana. Desde que salió del hospital sin esperanzas. El mismo tiempo que la hija permanece enfurecida con el mundo y, también, con su madre. La rabia la mantiene despierta noche tras noche.
En su empecinamiento y resentimiento desde que sabe que no hay remedio, que su madre se muere, se ha obsesionado con una serie de pensamientos que la torturan. «Estoy segura de que se puede hacer algo más. Mi madre nunca ha tirado la toalla. Mi madre es joven. Las madres no deberían morirse nunca».
En su empecinamiento y resentimiento, le reprocha a su madre no querer que la sigan envenenando. En el fondo sabe que no es posible que todos estén equivocados: todos los médicos, la dulce oncóloga, la sicóloga, su padre.
En su empecinamiento y resentimiento les acusa de no intentarlo todo, lo que sea menos dejar morir a su madre, que es lo que están haciendo: permitir que se apague poco a poco.
«¿Pero es que nadie va a hacer nada?», le escupe al aire cada mañana.
Es sábado. Ya ha transcurrido un mes desde que los cobardes de los médicos no fueron capaces de salvarla. Y, desde ayer, la hija se agarra a un rayo de esperanza. Su madre abrió los ojos. Bebió agua. Comió un poco. Tomó un zumo. Le apretó la mano. Sonrió.
Entra en la habitación despacio, sin hacer ruido, no sea que esté durmiendo tras una noche agitada.
Ningún ruido la despertará nunca más.
(A todas las hijas a las que se les murió la madre un sábado cualquiera)