Se puede llorar de muchas maneras. Derramando lágrimas a borbotones. Con los ojos secos. En silencio. Sollozando. Con hipo. De alegría. De pena.
Sandra lo descubrió observando. Las niñas y niños de la escuela lloraban, pero con un lloro diferente al de su madre cuando murió la abuela; distinto también al de su amiga Mary Paz, al romperse el tobillo; y al de su hermano, por el chichón; y al de la vecina con la lotería. Todos lloraban.
Excepto ella.
Jamás había soltado una lágrima. «Ni cuando naciste», le reprochaba su madre.
Sandra envidiaba la capacidad de llorar. Los ojos llenos de agua, deshaciéndose —de modo convulso o manso— en lágrimas que sabían a sal (había probado las de su hermano).
Ella jamás lo conseguía. Veía películas trágicas; leía novelas tristes, con final desgraciado; y hasta se pellizcaba con fuerza.
Y nada.
A los quince años, vio al chico de su clase, del que se reían porque era gordo y no tenía cejas —ella también se había reído alguna vez, no muchas— tirándose al Ebro. No pudieron salvarlo.
Desde ese día no para de llorar. Todas las tardes, en la orilla del Ebro.
A lágrima viva.