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Lola Martí adoraba el mes de agosto. Era el único momento del año en el que desconectaba de su trabajo estresante, agotador y causante del ictus que la dejó desarmada, desconcertada y ausente durante varios meses. De eso hacía diez años.

—Has de cambiar de vida, Lola —le aconsejó la médica que la trató, la curó y la trajo de vuelta al mundo de los vivos.

Y cambió. Modificó todos sus hábitos. Todos menos uno. El mes de agosto lo viviría junto al mar. Como de costumbre. La diferencia era que, tras el percance, contratiempo, lance, episodio o accidente —iba cambiando el término según con quien hablaba—, decidió vivir junto al mar todos los meses del año. Agosto, sin embargo, seguía siendo diferente al resto. Lola lo trataba con amor porque había sido el único mes que durante toda su vida de adulta no la había maltratado. Por eso decidió que haría lo mismo de siempre. En honor a ese mes, bastante denostado por dedicarse a achicharrar seres humanos, aunque lo hiciera sin querer.

En agosto, el lugar se abarrotaba de turistas. Como si de un momento a otro se fueran a secar mares y océanos, se tiraban todos a la costa, a tostarse al sol, a beber cervezas en los chiringuitos, a comer paellas, a pasar calor y agotarse bajando y subiendo a la playa con sillas, hamacas, sombrillas, neveras y, en los últimos años, grandes unicornios flotadores para los niños. 

A Lola Martí todo ese ajetreo no le arrebataba la paz y el calorcito rico que la acompañaba desde el mismísimo día uno de agosto. Los miraba displicente, sonreía y continuaba con su lectura. Tenía una media de ocho libros por agosto. Se levantaba a las siete de la mañana. Daba un paseo largo, un baño exquisito en la soledad de la playa y acababa instalándose en el lugar más fresco de toda la costa mediterránea: una terraza con vista espectacular, sombra espectacular y camarero espectacular. Cada mañana la esperaba con un café con leche, un cruasán y un agua de Vichy con dos hielos y una rodaja de limón. 

Leía sin apartar la vista del libro —siempre novelas, siempre de escritoras — durante las dos primeras horas. A eso de las once comenzaban a bajar a la playa familias completas. Ella los observaba desde su atalaya. Contaba las cosas que transportaban. Una media de cinco elementos por persona —le gustaba hacer la media de todo— que acarreaban con una mezcla de entusiasmo y sufrimiento. «Les compensará», pensaba. Las cuatro o cinco mesas que la rodeaban —ninguna con tan buena vista como la suya— se iban poblando de desayunadores tardíos a los que sustituían los «vermuteadores» tempraneros.

Una de las mayores aficiones de Lola Martí era escuchar las conversaciones de los vecinos de mesa. Casi siempre intrascendentes, cortas, solo unos minutos antes de bajar a la arena por el caminito de madera. 

Pero ayer fue diferente. 

Cuando llegó a su mesa ya estaba ocupada la de al lado. Dos mujeres de unos treinta y tantos se sentaban frente a frente y hablaban como si estuvieran solas en mitad del desierto. No les preocupaba ni la vista ni el camarero ni el café sin probar ni la mujer que se había sentado junto a ellas, porque era su sitio: Lola. Desayunó, pero fue incapaz de leer una línea. La conversación la atrapó.

—Desde que me convertí, me paso la vida dando explicaciones.

Lola Martí dio un respingo y no pudo evitar mirar a la «convertida». No se cubría la cabeza.

—¿Y tú crees que es por eso? —preguntó la otra como si tal cosa.

Tras una pausa, la que supuestamente se había convertido a una religión que Lola no lograba identificar comenzó a hablar sin parar, como si no hubiera un mañana, sin dejar meter baza a la otra, que la escuchaba paciente. Se quejaba de que no comprendieran por qué ya no le gustaba ir a las mismas fiestas que antes, por qué rechazó la invitación a la despedida de soltera de una amiga, por qué no calzaba tacones, por qué no se ponía en bikini. Y después de una retahíla de lamentos de este estilo, lanzó una pregunta retórica: «¿es que tengo que volver a explicarlo cada vez?»

Y como si hubiera entrado en bucle, volvía a repetirlo todo una y otra vez. Pregunta retórica final incluida. Su interlocutora —a la que Lola Martí ya empezaba a compadecer— la escuchaba con paciencia infinita. Transcurrieron unas dos horas.

Cuando se levantaron para marcharse, Lola no pudo evitar abordarla. Se le había apoderado una curiosidad irrefrenable.

—Perdona —le dijo sin levantarse—, no he podido evitar escucharte y, sin ánimo de ofenderte, al contrario, me gustaría saber a qué religión te has convertido. Se te ve tan segura… —añadió con una sonrisa.

La otra la miró sorprendida por la pregunta y por caer en la cuenta de que hubiera alguien más en el mundo aparte de su sufrida acompañante.

—Cómo que religión —contestó airada— He transitado de mujer a hombre, lo que para mí es una conversión, la más auténtica. Y no deberías escuchar las conversaciones ajenas —añadió muy digna (o digno).

Se dio media vuelta y se fue.

Lola Martí la (o lo) vio marchar caminando a grandes zancadas por el camino de madera, con un pantalón corto que le venía grande, una camiseta color calabaza y unas sandalias de anacoreta. «El mes de agosto siempre me sorprende», sonrió.

@ElenaLaseca
Ilustraciones: Mercedes de Echave

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