María Luisa padecía una grave enfermedad. Ella no lo sabía. Ni siquiera quiso saberlo cuando el médico le informó de la posible gravedad. Se hacía la desentendida, como si estuviera escuchando la historia de otra persona, de alguien totalmente ajeno a ella, que no le incumbía ni la interpelaba. No iba con ella. Pensaba en otra cosa, miraba hacia otra parte.
Poseía una belleza singular. A sus ojos verde esmeralda los coronaban un par de cejas perfectas que ella movía con gracia, con un gesto asimétrico, imposible de imitar. Había nacido en el año mil novecientos veintitrés y alcanzando la edad de los veinticinco confiaba en que «de mayor» se esfumarían esos terribles dolores de cabeza que la acuciaban con una frecuencia insoportable. Sin embargo, ella sabía cómo combatirlos y, sobre todo, sabía cómo aprovechar esos días en los que su cabeza se aclaraba y el dolor dejaba de torturarla.
—María Luisa —el médico hizo una pausa larga para atraer la atención de la paciente más díscola que había tenido en la vida—, escúchame: tienes que operarte, el tumor está creciendo, no podemos esperar más.
—¿No podemos? —levantando la ceja izquierda.
—No puedes —aclaró el médico con paciencia infinita.
—¿Y qué pasa si no me opero?
—Que te mueres —contestó sin paliativos.
María Luisa se echó a reír, incrédula, como si el médico le estuviera tomando el pelo. Llevaban unos cuantos meses enredados en esa misma conversación. Él se desesperaba, pero era la hija de uno de sus mejores amigos, que le había rogado, suplicado, implorado que la convenciera como fuera. «Dile que se va a morir», fue lo último que le pidió.
Acabó por ceder. En un mes deberían comenzar los preparativos. Era una operación peligrosa. En esos años, la cirugía no contaba con los recursos de ahora, aunque el cirujano gozaba de prestigio contrastado.
El día anterior a ingresar en el hospital, María Luisa se encontró a un amigo de su hermano mayor que acababa de terminar la carrera de medicina. Le contó lo de la operación y el nombre del cirujano. Y el inconsciente muchacho, tratando de quitar importancia y hierro al asunto, le explicó con pelos y señales cómo sería. «No te preocupes, ese cirujano sabe lo que se hace, ha hecho ya unas cuantas. Todas con éxito». Y también cometió el error de decirle que le depilarían las cejas. Era por ahí por donde tendría que abrir.
—¿Y no me volverán a salir otra vez? —preguntó escandalizada.
—Seguramente no, pues sobre la cicatriz será difícil.
—¿Y tendré que vivir toda mi vida sin cejas?
—No, mujer, te las puedes pintar —contestó el otro sin saber con quién hablaba.
Al día siguiente no acudió al hospital. Tampoco volvió a la consulta de ese médico para disgusto de su padre, que nada pudo hacer para convencerla.
—No pienso vivir sin cejas —argumentaba—, prefiero morirme que llevar las cejas pintadas.
Vivió diez años más. Los dos últimos atiborrada de pastillas para combatir el dolor que el tumor le provocaba.
Pero conservó las cejas intactas.
@ElenaLaseca