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Llegó una mañana de comienzos de otoño. Atravesó nuestro pasillo sin miedo, el de las internas más peligrosas, las que nos pasábamos la vida castigadas por desvergonzadas, rebeldes y díscolas. Pero lo atravesó sin miedo.

Sabíamos que era una de ellas, de nuestras carceleras, y que venía a sustituir a la Trini, la maestra a la que volvimos loca y tuvieron que encerrar en un sanatorio. Habían tardado meses en sustituirla. Nadie quería  entrar en esa cueva de terror, como vulgarmente llamaba todo el mundo a nuestra ala maldita del reformatorio. Pero la ley les obligaba a que tuviéramos una maestra, al menos una, para que nos educara —enderezara, más bien— hasta que cumpliéramos la mayoría de edad. En ese momento nos mandarían a un lugar peor. Ese era nuestro destino. Y por alguna extraña razón, que yo nunca alcancé a comprender, decidieron cumplir esta norma de la ley, cuando no cumplían prácticamente ninguna.

Según avanzaba por el pasillo, se fueron oyendo insultos, improperios y carcajadas que hubieran helado la sangre a cualquiera que no tuviera horchata en las venas. Ella parecía tenerla. Cuando iba por la mitad del recorrido, comenzamos a tirarle bolas de papel desde las ventanas enrejadas de los cuartos-celda que daban al pasillo, pero seguía sin inmutarse. Lo raro es que iba sola, nadie de seguridad iba con ella para protegerla. Seguramente no sabía que si nuestras puertas no hubieran estado cerradas con llave, nos habríamos tirado encima para lincharla. Necesitábamos vengar la muerte de nuestra Adelita.

Ya iba para un mes que había muerto de un ataque epiléptico al que nadie prestó atención. Y no nos conformaríamos hasta que alguien pagara su muerte por desidia, abandono y crueldad. Adelita no era mala, solo estaba enferma. Pero yo sí lo era. Tenía malos sentimientos, rencor y rabia suficientes como para acabar con la primera carcelera que se me pusiera delante. Y se puso ella, Clara.

Al fondo del pasillo estaba lo que nuestras guardianas llamaban aula. Un cuartucho oscuro con mesas y sillas medio descuajeringadas y una especie de pizarra donde ya no había modo de escribir una letra sin que se hiciera pedazos la tiza.

Clara abrió la puerta y esperó. Al momento aparecieron dos guardianas, escoltadas por otros dos guardias de seguridad —a mí me enorgullecía que hicieran falta tantas precauciones para reducirnos— que fueron abriendo nuestras puertas y llevándonos a empujones hasta el aula. Llevaban porra, no nos podíamos negar. Éramos siete, cuatro cuartos en cada lado del pasillo. El octavo estaba vacío. Había sido de Adelita.

Clara, sin inmutarse por nuestras miradas amenazantes y rencorosas, hizo un gesto para que cerraran la puerta y desapareciera todo el batallón de seguridad. Los otros dudaron, pero acabaron saliendo. “Ella sabrá lo que hace”, oí comentar a una de las guardianas.

Su reacción nos descolocó. Nunca habíamos estado en el aula sin un guardián o guardiana. Pero enseguida reaccionamos. Julia agarró el bic y lanzándose hacia ella se lo puso en la garganta: “si haces lo que te digamos no te pasará nada, si no, nada tenemos que perder”, le espetó con su voz gutural. Y le largo un papel con nuestra lista de peticiones: Compresas (la primera de la lista), salir al patio, pan tierno, agua caliente en la ducha y un largo etcétera de más de veinte puntos

Clara se la devolvió sin mirarla y Julia hincó un poco más el bic. 

—Clávalo si quieres —apenas le salía la voz— pero no actuaré bajo amenaza—. Estuve aquí —añadió tras un tenso silencio.

Julia me miró y asentí. Guardó el bic. Y con ese gesto comenzó nuestra salvación. Clara cogió la lista, la leyó y la guardó en el bolsillo.

—Mañana traeré la primera petición —anunció.

Se giró y agarrando un trozo de tiza escribió con determinación y en mayúsculas: 

LECCIÓN Nº 1: EL PAPEL DE LA MUJER EN LAS REVOLUCIONES.

Y se quebró la tiza.

 

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