Llegaron separados. Él conduciendo un todo terreno cubierto de polvo, como acaban los coches tras el recorrido por una pista forestal. Aparcó descuidadamente y bajó del vehículo mirando de un lado a otro, como si buscara a alguien. Se le veía nervioso. Vestía botas de monte, pantalón y camisa color caqui y un chaleco acolchado que estaba de más en una tarde excepcionalmente cálida de principios de octubre. Saludó con un ligero movimiento de cabeza y se sentó en la mesa junto a la mía. Pidió una cerveza y esperó. Sin hacer nada. Sin echar siquiera un vistazo al móvil que dejó encima de la mesa con la pantalla vuelta hacia abajo.
La terraza del único bar del pueblo que permanecía abierto comenzó a llenarse de clientela. Los habituales de cada día. Se ve que era el lugar de reunión al terminar la jornada. El silencio de primera hora de la tarde dejó paso a voces y risas animadas delante de un montón de cervezas frías. La noche comenzaba a caer. Y él continuaba inmóvil, la mirada fija en la carretera. La mandíbula en tensión.
Momentos antes de anochecer apareció ella. En un descapotable. Un pañuelo atado al cuello le cubría la cabeza. Me recordó a unas antiguas fotos de mi madre y mi tía con sus pañuelos en la cabeza para combatir el cierzo y el frío. Aparcó cuidadosamente al otro lado de la carretera. De reojo vi la luz que se prendió en los ojos de él y cómo relajaba el gesto de la boca. Ella descendió despacio del elegante coche. Unas piernas largas enfundadas en medias color champagne acallaron las voces y las risas de la terraza. Él se levantó, cruzó la carretera lentamente y cogiéndole la cara con las dos manos la besó en la boca. Un beso tan de película que a punto estuvo de arrancar el aplauso de los que observábamos la escena desde la terraza del bar.
Enlazados por la cintura, la cabeza de ella apoyada en el hombro de él, cruzaron la carretera y se sentaron en la mesa junto a la mía. Ella cogió la botella y se bebió la media cerveza que quedaba. Hasta ese momento no habían intercambiado ni una sola palabra. Se miraban a los ojos. Sonreían. Se acariciaban las manos. Finas las de ella y con las uñas impecablemente pintadas del mismo rojo que el carmín de los labios. Las de él, grandes y toscas, acumulaban horas de trabajo duro en el campo.
Al cabo de unos minutos apareció el camarero con un par de bocadillos, una botella de vino tinto y dos copas. Durante todo el tiempo que les llevó despachar los bocadillos y la botella entera de vino no emitieron frase alguna. Era como si ya se lo hubieran dicho todo, como si las palabras fueran a romper ese momento de intimidad total, inmunes a los ruidos, las voces y las risotadas del resto de los clientes. Aislados completamente del mundo.
—Mañana subimos al Ibón, ¿no? —dijo ella en voz baja.
—Sí, mañana. Lo tengo todo preparado —contestó él en el mismo tono.
Después se levantaron y dejando un billete de cincuenta euros en la mesa, sin esperar las vueltas, se montaron en el todo terreno de él y se perdieron en la oscuridad de la carretera. El descapotable quedó allí, aparcado a la intemperie.
Al caer la tarde del día siguiente, acudí de nuevo a la terraza con la esperanza de verlos aparecer. Pero no se presentaron. Sin embargo el descapotable seguía allí. Cuando yo ya estaba a punto de irme, apareció derrapando una furgoneta blanca. Paró delante de la puerta del bar y un muchacho, de los que la tarde anterior bebía cerveza en ese mismo bar, bajó precipitado y acto seguido nos informó de lo ocurrido a todos los allí presentes. Él mismo se los había encontrado. Al Andrés y a una mujer de unos cincuenta años, “la del descapotable”, decía señalando el coche al otro lado de la carretera. Estaban abrazados en la misma orilla del Ibón. Muertos. Junto a ellos, dos tubos de pastillas vacíos y una botella de Cardhu. También vacía.
—Se conoce que eran amantes —señaló a modo de explicación.