A Esmeralda no le gustan los gatos. Nunca le han gustado. En realidad, aborrece los animales domésticos y las plantas de interior. Pero lleva toda su vida recibiendo plantas como regalo —que se le mueren al poco tiempo, dado su desdén y desprecio— y soportando cómo la miran cuando habla mal de los fieles perritos y los dulces gatitos.
En el caso de los gatos, es una aversión que le acompaña desde la infancia, cuando acudía a visitar a una tía y sentía el olor de orín a gato ya en la escalera. Además, le dan miedo, un miedo atroz a que se le tiren a los ojos y la dejen ciega con esas uñas con las que se suben a los árboles y a los postes de la luz. «No te puedes fiar de los gatos, son imprevisibles».
Y llegó Gilda. Una fría mañana de invierno apareció en la ventana de la cocina. «No le deis de comer», advirtió a los de su casa, «de lo contrario no habrá modo de quitársela de encima». Pero ella regresó al mediodía y a la noche y al día siguiente y al otro…Tal fue su insistencia y su fe que acabaron por sacarle comida. Ahí comenzó la claudicación de Esmeralda. «Hace mucho frío, deberíamos dejar que entrara en casa». Y como dijo con retranca un hombre al médico del pueblo ante la muerte inevitable: «no le valió de resistirse» (anécdota contada por el Gran Wyoming), eso mismo le pasó a Esmeralda: Gilda —nombre que ella misma le puso— entró a formar parte de su vida.
Hace un par de semanas, Gilda salió a pasear por el barrio. Como siempre, había ganado la batalla a base de maullar de forma lastimera, de mirar con ojos suplicantes y de no moverse de la puerta. La dejaron salir. Esmeralda escuchó unos gritos gatunos aterradores y al poco regresó la gata que nunca hubiera querido que fuera suya, pero que ya lo era con todas las consecuencias. Tenía una herida superficial en una pata y aparentemente nada más.
Sin embargo, dejó de comer, se puso enferma y acabó con un gotero en el veterinario. La ecografía arrojó unos resultados preocupantes: fuerte infección intestinal. Esmeralda se acongojó. Ya no podía evitar sentir cariño por ese pequeño ser que se le había colado dentro. Para colmo de males, como la vía que le había dejado la veterinaria le molestaba, se la quitó por la noche y roció el suelo, los muebles y las paredes de la casa con su sangre. A Esmeralda le dio por pensar que se podía haber desangrado sin que nadie se diera cuenta. Ojalá fuera verdad que los gatos tienen siete vidas, era su único consuelo mientras limpiaba la sangre.
Ayer, cuando Esmeralda salió a regar el patio, huyendo del calor sofocante que la agobiaba, lo vio: un hombre que no conocía esparcía unos polvos grises por el suelo.
—Es veneno para las ratas —le dijo a una espantada Esmeralda que no conseguía articular palabra.
—¿Y los gatos que andan por este barrio? —preguntó con un hilo de voz.
—¡Bah!, son unos señoritos mimados que tienen miedo de las ratas.
—¿Y si comen ellos el veneno? —volvió a preguntar.
—Pues peor para ellos. Total, hay tantos…, nada se pierde. Gato más gato menos —y se reía mostrando unos dientes amarillos y negros.
Esmeralda le dio la espalda lamentando no tener a mano un palo y el valor suficiente para estampárselo en esa bocaza inmunda. Al entrar en casa, Gilda se la quedó mirando: «no volverás a salir, en este barrio no hay piedad para las gatas bonitas como tú».
—Miau —contestó Gilda.
Estaba curada.