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Los viejos lugares

—¿A que no me conoces? 

Ana levanta la cabeza. La voz la transporta a un pasado remoto. Está firmando libros. La feria acaba de comenzar. Él está ahí plantado, sonriente, divertido. Y eso lo delata: esa sonrisa pícara. La misma que tenía a los doce o trece años, cuando lo conoció.

—Claro —contesta triunfante—, eres Luis. Luis Hernández —puntualiza.

Él comienza a aplaudir. Después de tantos años, lo ha reconocido. Y no se lo puede creer. Se está riendo a carcajadas cuando Ana le hace la pregunta. 

—¿Y cómo está Jose?

Se le hiela la sonrisa. Le cambia el color. Su hermano Jose ha muerto. Hace cuatro años. Regresó de unas vacaciones con un fuerte dolor de cabeza. Un tumor cerebral se lo llevó en pocos meses.

Ana hace la cuenta mentalmente. Jose era un par de años mayor que ella, así que había muerto dos años más joven que ella en este momento. Joven. Demasiado joven para morirse.

Hacía tiempo que había perdido la pista de Jose. Pero nunca se desprendió de su recuerdo. Alguna vez se lo había encontrado por la calle. También conservaba la sonrisa de siempre, aunque no era pícara como la de Luis. Era una sonrisa llena de pecas. Sabía que se había casado con Lola, muy deportista. Como él. Eso le había dicho su madre una vez: «ya sabes que siempre le gustaron las deportistas». Y le regaló una mirada cómplice.

Jose y Ana eran del mismo equipo de natación. Cuando entró en el equipo, Ana tenía doce años y él catorce. Él era un buen nadador y ella no hacía muy buenos tiempos. A Ana le gustaba Jose a rabiar. Y a él le gustaba Ana. Procuraban estar siempre juntos. Antes de los entrenamientos, después de entrenar y en los descansos. 

En cuestión de segundos, pasan por la mente de Ana un montón de imágenes. Las pruebas de natación, animándose sin cesar. Él en la orilla, haciéndole gestos para que mejorara la marca. Ella gritando su nombre, desde que se tiraba al agua. Los nervios mirando el crono. Los triunfos abrazados dando saltos. Las entregas de medallas —casi siempre era Jose el que subía al pódium—. La travesía de cada verano en el pantano de Arguis. El viaje en autobús. Las bromas, las risas, las miradas, la ternura, el cosquilleo en el estómago. Los guateques en casa de Jose. Luis queriéndose colar de rondón. Las partidas de futbolín de los domingos de invierno. Ana y Jose, campeones. Jose era el mejor de los chicos y Ana la mejor de las chicas. Hacían una pareja perfecta. 

En el futbolín también.

Jose fue su primer amor. Siempre tuvo esa certeza. Duró dos años. Una eternidad para esa edad. Desde los doce hasta los catorce de ella. Desde los catorce hasta los dieciséis de él. Pero un buen día, Ana dejó de sentir el cosquilleo en el estómago. Y poco a poco se le fue borrando. Jose desapareció del primer plano, aunque le quedó una huella. Esa del primer amor que dicen que no se olvida nunca.

Y ahora está muerto. No volverá a encontrárselo por la calle. No volverá a verlo. Nunca más. De repente se le ocurre recorrer todos los lugares en los que fue feliz junto a Jose. Visitar uno a uno los sitios de su primera adolescencia. Recordándolo para siempre. Tal como canta Chavela Vargas: una vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida.

Ana mira la expresión triste que se le ha quedado a Luis y, abrazándolo, pronuncia las palabras repetidas una y mil veces ante las ausencias.

—Lo siento.

Esta vez, son más ciertas que nunca.

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