Llegamos a Almagro el 16 de julio. El calor te aplasta contra el suelo, pero el pueblo es tranquilo y nuestro apartamento fresco. Enseguida nos vamos a la calle a oler el teatro. Y, verdaderamente, se huele. La plaza Mayor de Almagro dicen que tiene aire marinero y a mí se me antoja un gran escenario con miradores verdes desde donde aplaudir a los actores. Todo el pueblo es un “Corral de Comedias”
Al día siguiente recorremos unos cuantos lugares mágicos. La iglesia de San Agustín, reconvertida en museo donde se exponen los “Teatrines”, maquetas de representaciones teatrales de todos los tiempos y la Linterna mágica. Visitamos el Teatro Municipal, reformado y bien cuidado y una exposición de arte contemporáneo, de las que a mí me fascinan…. Al atardecer, cuando el sol ya deja de mortificarte la espalda, se levanta una brisa suave que reconforta el alma. Entonces es cuando se apagan las luces y se levanta el telón. Estamos en la Plaza Santo Domingo, en la segunda fila. Aparece Romeo con toda la fuerza del drama de Shakespeare pintada en la cara. Me sobrecoge. Miro hacia arriba. Por encima de los focos, las estrellas. Las patas de la caja escénica enmarcan la plaza de Santo Domingo. La función acaba de empezar. La magia y la fantasía nos envuelven en dos horas de noche perfecta.
Nos levantamos pronto y nos vamos de excursión. Las tablas de Daimiel: el agua que llega a dar vida a una zona seca y pobre. Los años de sequía, que llegarán, acabarán con el escaso bienestar de los años de agua en el humedal. Hemos tenido suerte, hay mucha agua y los patos andan a sus anchas de aquí para allá. El penúltimo día de nuestra estancia manchega, vamos hasta las Lagunas de Ruidera. “Este año hay mucha agua”, nos dicen en el pueblo. Y allá que vamos a chapuzarnos en el agua fresca y limpia de una de las lagunas, a montarnos en barca y a disfrutar de un tiempo excelente y de una estupenda comida en la orilla, a la sombra de un chiringuito. Por la noche nos espera Lope de Vega con su “Noche Toledana” en el teatro improvisado dentro de la antigua Universidad Renacentista. Lope jamás decepciona. Al final, el público aplaude a rabiar. El Corral de Comedias, lo hemos dejado para la última noche. Representan “Quevedo”. Es una representación lenta sobre la vida de Quevedo, con él en sus últimos días. Un poco pretencioso e incluso aburrido. Pero El Corral de Comedias es una maravilla. Te sientes como si hubieras vuelto al siglo de oro. Merece la pena. Hay que estar allí alguna vez. El teatro, en Almagro, aparece en toda su dimensión y se te va colando sin darte cuenta según vas paseando por sus calles, entrando en los conventos y en todos los lugares que parecen creados sólo para que el teatro exista. Y ojalá que no muera en estos tiempos tan absurdamente prosaicos, materialistas y ruines.
Y allá vamos camino de Huelva. Un pueblo llamado Cartaya es nuestro destino. Una casa fresca y amplia, gentileza de unos buenos amigos, nuestro alojamiento. El sur: estas tres letras definen perfectamente lo que es. Cuando llegas al sur empiezas a comprender eso que dicen de que para poder soportar el norte, hay que conocer el sur. Huelva y sus playas: Isla Cristina, Punta Umbría, Isla Canela…y tantas, tantas. Todas bañadas por el Atlántico, confundido a veces con el Guadiana que llega sereno para fundirse con él. Un placer para los sentidos y, sobre todo, para la piel, ese viento constante, esa brisa fresca directa desde el océano que resucita a los muertos. Ante nosotros una semana llena de días tranquilos. La mejor playa: La playa de la Flecha, en el puerto El Rompido. Para llegar allí, dejamos el coche en el puerto, bajamos hasta una playa donde nos recoge el trasbordador, que consiste en una barquita pequeña que nos lleva a una isla, que a su vez tenemos que recorrer y, al otro lado, aparece una espectacular playa con el océano infinito delante de nuestros ojos. Esta playa nada tiene que envidiar a las del Caribe…claro que el océano sigue siendo el mismo. ¿Será, pues, este Atlántico lo que tanto me seduce? Unos pescadores nos proporcionan un kilo de coquinas que nos comemos más tarde en nuestro patio fresco.
Un día nos da por ir al lugar donde dicen que Colón inició su viaje. Donde se negoció todo aquel tinglado: El monasterio de la Rábida, Palos y finálmente nos acercamos hasta Moguer para leer en cada esquina de cada calle fragmentos de “Platero y yo”. Juan Ramón Jiménez presente en su pueblo. En un periódico leo que en el puerto El Rompido hay a la noche un concierto: Alba Molina (hija de Lole y Manuel), canta para nosotros en el faro, con los barcos quietos al anochecer al fondo y una vista que duele de tan bonita. La voz desgarrada de Alba hace el resto para que la noche se nos cuele hasta el fondón del alma. En ese mismo lugar, veo al día siguiente la puesta de sol. Me instalo frente al oeste, viendo como el sol cae a la vez que pinta de rojo los pinos del fondo. De pronto cae de golpe, pero el reflejo naranja permanece un rato como un regalo mis ojos. Yo no aparto la vista. Junto a mí, en el jardín de un local llamado “Luz de mar”, un delicioso mojito me hace compañía. Y tras la caída del sol llega la hora mágica: la que va desde la caida del sol hasta la caida de la noche. Y ahí me quedo contemplando el horizonte.
Al día siguiente nos espera Isla Canela. Es como el desierto pero con el mar al fondo. De una inmensidad sobrecogedora. Ancha, larga, con suaves dunas. A cada rato te da la impresión de que va a aterrizar la avioneta del “El paciente inglés”. En la orilla (kilómetros con el agua al tobillo) algunas personas agachadas, ignorando la maravilla que tienen detrás, cogen docenas de almejas, coquinas y navajas. Cuando se acerca la hora de comer, el mar decide subir. Al principio se acerca lento, como avisando, después echa a correr ahuyentando a su paso a los pescadores de navajas y almejas. El viento comienza a soplar con fuerza, el mar se vuelve bravo. Una exquisita dorada hecha al carbón nos espera en el chiringuito. La bañamos con el mejor vino blanco de la zona. Las venas se alegran, el placer del día me recorre el cuerpo.
Dejamos atrás las fantásticas playas de Huelva y nos vamos adentrando de nuevo hacia el interior. Pasamos por Jabugo. Una parada obligada para probar lo que ellos dicen es el mejor jamón del mundo (y razón no les falta). Ya estamos en Mérida, nuestro último destino. La suerte hace que en Mérida esos días no haga calor. Ese calor intenso, quieto, seco, con altísimas temperaturas de día y de noche, que yo recordaba, ha desaparecido para recibirnos a nosotros. Da gusto pasear, ver todos los rincones, todos los restos romanos. El puente romano, larguísimo, comunicando el norte con el sur de la ciudad. Pero eso, siendo bonito, no es lo mejor. Lo mejor es la noche: el Teatro Romano.
Una jovencísima acomodadora nos corta las entradas y nos acompaña a nuestras localidades: primera fila y centradas. Se ríe al ver mi cara de asombro en cuanto entramos al teatro. “¡Madre mía!”, exclamo en voz alta. “¿No había visto usted este teatro?” Y lo había visto, pero a la luz del día y con un sol de justicia. “Bueno, es que no es lo mismo”. Efectivamente, entrar en ese lugar semicircular y mirar hacia las gradas ocupadas por tres mil espectadores y luego hacia la escena me impacta de inmediato. El Julio Cesar de Shakespeare nos tiene en vilo durante la hora y media de representación. Tres pedazos de actores dan vida a Julio Cesar, Marco Antonio y Bruto. El texto de Shakespeare me bulle en la cabeza durante muchas horas después. Las piernas me tiemblan al salir. Las lágrimas en los ojos. La impresión me dura tres días.
Es un magnífico fin de viaje.
Macamen
Que buena descripción del viaje, parecía que estaba allí.
Cristina Beltrán Mayora
JODER, Joder…..como describes lo vivido, he estado en «casi» todos los lugares de los que hablas y me has transportado! además no hablas de la compañía pero en este caso se nota que estas tan bien que no es necesario decir más, con lo descrito nos dejas muy satisfechas…..A ver si tengo tiempo de continuar leyendo tus cosas.