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Han transcurrido cuatro meses y Nerea no ha recuperado la movilidad de las piernas. Tanto tiempo caminando —casi treinta años— sin ser consciente del milagro: que sus dos piernas se movían, una después de la otra, en perfecta armonía, sin pensar.

¿Cómo es posible que nunca se hubiera parado a pensar en lo maravilloso que es caminar? Puedes desplazarte de un lugar a otro sin ayuda de nadie. Caminar, caminar y caminar hasta que te alcancen las fuerzas.

Caminar por el andén de una estación al encuentro del amigo que hace siglos que no ves. 

Caminar inquieta hacia el primer trabajo, sintiendo el aleteo de mariposas en el estómago.

Caminar excitada a la primera cita.

Caminar ilusionada por los pasillos de la Facultad en el estreno universitario.

Caminar desde la casa hasta la playa en los días luminosos de agosto.

Caminar desde el vestuario hasta la cancha para jugar el primer partido de balonmano.

Caminar de la mano de la madre, temblando de pies a cabeza, a enviar la primera carta a los Reyes Magos.

Todas esas primeras veces y las miles que siguieron. Sin pensar. Sin caer en la cuenta del hecho asombroso de tener piernas. Y que se muevan. Pero no solo ha caminado con ellas. También han pedaleado sobre una bicicleta; las ha batido en la piscina, haciendo miles de largos en los entrenamientos de natación; han trepado hasta los lagos de Panticosa; han hecho el spagat en clase de gimnasia; se han cruzado para sentarse a meditar en clase de yoga y se han apretado fuerte contra su cabeza en el momento del éxtasis.

Nerea las mira y no comprende cómo no las ha valorado antes. Ahora ya no puede estirarlas como el poeta que añora a su amada… “Es una lástima que no estés conmigo…estiro las piernas como todas las tardes…” suspira Mario Benedetti en su poema Amor de tarde. Y ella se lamenta por no poder estirarlas. Ahí están, inmóviles desde hace cuatro meses y quizá para siempre.

“Hay que esperar”, dijo ayer el médico cuando la examinó. “No es definitivo”. Sin embargo, Nerea no quiere hacerse ilusiones. Cuando vio el coche que se le echaba encima a toda velocidad, se produjo un fundido en negro. El futuro negro.

Levanta la vista hasta la ventana. El sol va cayendo lentamente y se refleja en el árbol que tiene enfrente. Le gusta este momento, justo antes de que aparezca ella. Al atardecer. 

—Es hora de la rehabilitación —la fisio más guapa del hospital la recoge cada día para llevarla al gimnasio—. Tengo buenas noticias —le informa sonriendo entusiasmada—, he revisado tus gráficas y hay avances. No todo está perdido.

Nerea baja la mirada hasta sus pies y, de pronto, nota un cosquilleo en los dedos. 

Dos lagrimones le resbalan por las mejillas.

 

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