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diario personal

Mi vecina María Antonia, viuda desde hacía cuarenta años, sin hijos, con un solo sobrino viviendo en América, me preguntaba a menudo si alguien le lloraría en su entierro.

—Sí, mujer, cómo no —respondía yo para no herirla—. Hay mucha gente que te quiere.

María Antonia falleció el mes pasado. Justo ayer hizo un mes que cerró sus ojos para siempre a los ochenta y cinco.

Su queridísimo esposo había muerto en un accidente de moto. Chocó contra un camión cuando regresaba del fútbol, ansioso por encontrarse con su María Antonia. Ella lo esperaba sentada delante de una mesa puesta con todo detalle. Había sacado hasta los candelabros de plata que le regaló su madre el día de su boda. Un pescado exquisito se asaba a fuego lento en el horno. Una ensalada de cangrejos —el plato favorito de su Valentín— presidía una mesa vestida con mantel de hilo y servilletas bordadas con las letras A y V. Una tarta de frambuesa, en forma de corazón, reposaba en la nevera. María Antonia llevaba puesto el vestido rojo, de generoso escote, preferido de su amor. 

Era el día de San Valentín.

Él nunca llegó a esa cena. Ni a esa ni a ninguna más. Murió en el acto. Y María Antonia no tuvo consuelo desde entonces. Decidió enterrarse en vida. Salía de casa solo para ir a la iglesia, a rezar por su Valentín, a rogarle a ese dios cruel que se la llevara a ella también. No volvió a viajar. Fue abandonando, una a una, a todas sus amigas. Fallecieron sus padres. Su única hermana se fue a vivir lejos. Murió diez años antes que ella. Ni se molestó en ir a su entierro. Al resto de la familia, la desterró de su vida. Los compañeros de trabajo de su esposo y sus esposas —con los que se llevaban bien— se cansaron de llamarla, de invitarla a salir, de animarla.

María Antonia se quedó sola en el mundo. Echaba de su lado a cualquiera que se le ocurriera acercarse más de lo que ella consideraba razonable. «Me molestan, no soporto que la gente sea feliz y yo no», solía decirme.

Vivía en la puerta de al lado. Y yo tocaba el timbre de su casa cuando salía. Por si necesitaba algo. Porque me daba pena saberla tan sola. Al cumplir setenta y cinco se rompió una pierna. Se resbaló en la bañera y, desde entonces, una chica la cuidaba. Durante los últimos diez años, ella y yo éramos la única prueba de que aún permanecía en este mundo. 

«¿Llorará alguien en mi entierro?», se preguntaba en los últimos días.

No, nadie. Solo asistimos su joven cuidadora y yo. Y no derramamos ni una lágrima.

Justo ayer hizo un mes.

 

@ElenaLaseca

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