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Sube en la siguiente parada a la mía. Viste de negro. Su mirada perdida lejos del autobús me intriga. Nada más sentarse, suena su móvil —desde la segunda semana le guardo asiento con mi bolso—. En la pantalla leo: JUAN, al fondo, un hombre atractivo. «Ya estoy. Vale. Sí. Hasta la noche». Siempre las mismas palabras. Y el mismo tono.
Un día de lluvia intensa, llevaba gafas de sol. La miré sin disimulo y giró la cara. Pero lo vi. El moratón en un ojo. Su conversación con Juan no varió. Otro día, de calor sofocante, no se quitó la chaqueta, pero también lo vi. El moratón en un brazo. Idéntica conversación. El mismo tono. Su mirada se alejaba cada vez más. Mi bolso seguía reservando su asiento. Ella lo ocupaba con un gesto de agradecimiento. Sin palabras. Se apeaba antes que yo. Con un leve gesto de cabeza, se despedía. Sin palabras.
Transcurrieron varios meses en la misma rutina, como si hubiéramos pactado un ritual: la mirada perdida; el bolso en su asiento; la llamada del móvil; de vez en cuando moratones; mi apoyo silencioso, firme, incondicional. Sin palabras.
Una mañana, cargaba una maleta pequeña, una mochila a la espalda y el bolso cruzado. La mirada nerviosa, como de espanto. Sonó el móvil mientras acomodaba la maleta. No contestó. Bajó en mi parada. La ayudé con los bultos.
—¿Un café? —pregunté.
Esbozó una triste sonrisa y asintió.
Así comenzó nuestra amistad. Así acabó su calvario.